Fácil de empezar, imposible de terminar. Porque, seamos honestos, cualquiera puede declarar su amor con un par de mensajes cursis, una cita con velas y unas promesas que suenan más bonitas de lo que realmente son. Todo es risas, mariposas en el estómago y playlists compartidas, hasta que la fase de enamoramiento se evapora y, de repente, te das cuenta de que firmaste un contrato de guerra sin leer la letra pequeña.
Las trincheras se forman con los primeros “¿Quién es ese(a)?” y “Ya no me hablas como antes”, las municiones son los celos, las inseguridades y los reproches reciclados. Lo que antes eran dulces “buenos días, mi amor” se convierten en “¿por qué tardaste tanto en responder?”. Cada discusión es un enfrentamiento táctico: tú lanzas argumentos, el otro esquiva con victimización y, cuando todo parece calmado, llega el contraataque pasivo-agresivo con un “haz lo que quieras” que, todos sabemos, significa exactamente lo contrario.
Intentas huir, pero sorpresa: la guerra no se acaba solo porque uno de los bandos se quiera retirar. No, no, no. El enemigo tiene en su arsenal las armas más letales: recuerdos, fotos, chats y, lo peor de todo, un conocimiento quirúrgico de tus puntos débiles. Y si crees que puedes negociar la paz con un “quedemos como amigos”, prepárate para la batalla psicológica de las indirectas en redes, el clásico “visto” letal y el despliegue estratégico de “nuevas amistades” que aparecen misteriosamente justo después de la ruptura.
Si logras salir con vida de esa guerra, piensas que todo ha terminado. Pero, ingenuo de ti, olvidas la guerra fría del post-rompimiento: las canciones tristes que te persiguen en cada café, los lugares que antes eran románticos y ahora son campos de batalla emocionales, y, por supuesto, el fatídico mensaje a las 2 am. que te recuerda que en el amor, como en la guerra, nadie sale ileso. Y peor aún, todos sabemos que eventualmente caerás en la tentación de volver a enlistarte en otra batalla. Porque, al final, ¿qué sería de la vida sin un poco de drama estratégico?.