El mundo llora la partida de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, quien falleció a los 88 años luego de semanas hospitalizado por una grave neumonía. Su muerte se produjo menos de 24 horas después de su última aparición pública en la Plaza de San Pedro, durante el Domingo de Pascua. Fue una despedida silenciosa, austera, como toda su vida. Sentado en su silla de ruedas, sin fuerzas para pronunciar su bendición, pero con el alma firme, saludó por última vez al mundo con un “¡Felices Pascuas!”, como quien se despide con ternura antes de partir a la eternidad.
Desde el Vaticano se ha declarado: “Toda su vida estuvo dedicada al servicio del Señor y de su Iglesia”. Pero para millones de personas alrededor del planeta —católicas o no— su vida fue mucho más que un ministerio eclesial. Fue una cruzada de compasión, justicia social y profunda humanidad. Con su ejemplo, enseñó que el Evangelio no se proclama desde los púlpitos sino desde los márgenes, con los pies en el barro y las manos tendidas a los olvidados.
Francisco no fue un papa de protocolo. Fue un pastor de almas, un artesano de puentes, un líder espiritual que eligió caminar descalzo por el mundo. Como primer pontífice latinoamericano, primer jesuita en ocupar el trono de Pedro y el primero en seis siglos tras una renuncia papal, su pontificado rompió moldes y tradiciones para acercarse a los pueblos y no solo a los altares.
Un estilo papal hecho de gestos y no de adornos.
Desde el primer momento de su elección, el 13 de marzo de 2013, Francisco rechazó la pompa y abrazó la sencillez. No se vistió con capa roja, no se trasladó al Palacio Apostólico, no se blindó tras muros. Escogió el nombre de Francisco, en honor al santo de Asís, y con él asumió una misión profética: ser voz de los pobres, defensor de la naturaleza y conciencia incómoda de un mundo anestesiado por la indiferencia.
Viajar en autobús, pagar su cuenta del hotel, vivir en una habitación común y preparar sus propias comidas fueron gestos que impactaron más que mil encíclicas. En cada visita apostólica, tocaba a los enfermos, abrazaba a los migrantes, lloraba con las víctimas de guerras y desastres. Fue el Papa que no tuvo miedo de mojarse en la frontera de México, rezar en silencio por los que mueren cruzando desiertos o ser criticado por hablar de justicia en cumbres donde la diplomacia suele acallar las verdades.
Un liderazgo valiente en tiempos de sombras
Francisco no se quedó callado ante la desigualdad, la crisis climática ni el drama de los refugiados. Denunció la “economía que mata”, clamó por una “Iglesia pobre para los pobres” y publicó Laudato Si’ , una encíclica ecológica que conmovió al mundo. En un tiempo donde muchos líderes alzaban muros, él abría brazos.
Sin embargo, su papado no estuvo exento de controversias. Su postura frente al conflicto en Ucrania fue criticada por su neutralidad. Sus gestos hacia la comunidad LGTBI y sus opiniones sobre el celibato, la comunión de divorciados o el uso de anticonceptivos dividieron a la Iglesia entre quienes lo veían como un reformista necesario y quienes lo acusaban de ir demasiado lejos —o de no ir lo suficiente.
Y en el caso más doloroso de todos, el de los abusos sexuales dentro de la Iglesia, intentó iniciar reformas, creó comisiones, organizó cumbres globales y ayudó a renuncias episcopales. Su legado en esta materia seguirá siendo debatido, aunque nadie podrá negar que fue el primer pontífice en reconocer el escándalo a nivel mundial y en pedir perdón públicamente más de una vez.
La historia detrás del pastor.
Hijo de inmigrantes italianos, criado en Buenos Aires, ex técnico químico y portero de bar, Francisco encontró su vocación sacerdotal a los 17 años. Fue jesuita desde joven, provincial en tiempos de dictadura, trasladada en silencio a Córdoba tras enfrentarse a sus superiores. Vivió una crisis interior profunda que más tarde definiría como un aprendizaje de humildad. Fue arzobispo de Buenos Aires, cardenal en 2001, y un referente de la sencillez pastoral mucho antes de llegar a Roma.
Rechazó privilegios, caminó con los pobres, lavó pies en cárceles, visitó villas miserias y jamás perdió el acento porteño. Su cercanía, su lenguaje directo y su sentido del humor marcaron una diferencia radical con sus predecesores. Habló de fútbol, de tango, de mate, pero también de lo esencial: la dignidad humana, la misericordia, la ternura.
Un legado que trasciende la Iglesia
Francisco fue profundamente humano. Su legado está hecho de grietas, luces y sombras, como todo lo que importa verdaderamente. Deja una Iglesia más abierta, más consciente de sus errores y más conectada con el sufrimiento del mundo. Deja también preguntas sin respuesta, procesos inconclusos y desafíos inmensos.
Pero sobre todo, deja una estela de amor al prójimo, de servicio sin aspavientos, de liderazgo espiritual que supo hablarle tanto a un indigente como a un jefe de Estado.
Hoy, el mundo pierde a un líder moral, pero gana un ejemplo imborrable. El papa que quiso que la Iglesia saliera de los templos para habitar las calles. El hombre que, desde el fin del mundo, llegó al corazón del Vaticano para recordarnos que Dios no habita en los palacios, sino en los gestos sencillos.
Francisco no ha muerto. Vive en cada acto de compasión, en cada lucha por la justicia, en cada conciencia que se despierta.