El Perú se ahoga en su propio mutismo institucional. En el Día Mundial de la Libertad de Prensa, en lugar de celebrar, toca alzar la voz con más fuerza que nunca. No hay mucho que conmemorar cuando en solo dos años hemos caído 53 puestos en el ránking mundial de libertad de prensa, según Reporteros Sin Fronteras. Estamos en el puesto 130. Nos supera Bolivia. Nos supera México. Nos superan todos, incluso aquellos que cargan sobre sus espaldas un historial de periodistas asesinados, encarcelados y desaparecidos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?. La respuesta es simple y brutal: porque en el Perú, la verdad incomoda, y quien la persigue paga las consecuencias.
Ya no se trata únicamente de desprecio. Se trata de hostilidad estructural. Un Ejecutivo que insulta a la prensa, un Congreso que legisla para silenciarla, un Ministerio Público que la investiga, una Policía que la reprime y una Defensoría del Pueblo que observa todo desde su cómoda irrelevancia. No hay defensor institucional de la libertad de expresión en el Perú. El Estado entero le ha dado la espalda a su prensa. Y no por error, sino por diseño.
Mientras la presidenta Dina Boluarte elude a los periodistas desde hace más de seis meses, sus operadores políticos alimentan un discurso estigmatizante que convierte a los reporteros en enemigos públicos. Los mismos congresistas que mochan sueldos, blindan corruptos y legislan en la sombra, se indignan cuando una cámara o un micrófono les exige rendición de cuentas. Y si eso no bastara, ahora aprueban leyes para agravar penas por difamación, reducir plazos de rectificación y perseguir a ONG con proyectos de periodismo independiente. La consigna es clara: si no pueden controlar a la prensa, la neutralizan.
Pero no es solo un problema de élites políticas. El crimen organizado ha encontrado en la prensa a un nuevo objetivo. Las amenazas, extorsiones y ataques físicos contra periodistas se multiplican. Ya hay quienes escriben sin firmar, quienes viven mudos por miedo, quienes prefieren no publicar antes que arriesgar la vida. La impunidad es el manto perfecto para que la censura avance sin necesidad de decretos. Basta con que la inseguridad crezca, que el sicariato se normalize, que el silencio sea más barato que la verdad.
Y, mientras tanto, las cifras nos retratan. Treinta periodistas querellados al año por funcionarios públicos o sus parientes, según la Asociación Nacional de Periodistas. Decenas más perseguidos judicialmente por investigar lo que nadie quiere que se sepa. El Perú ya forma parte de la “categoría de alta restricción en libertad de prensa”, un club infame al que ingresamos sin bombos ni platillos, pero con bastante complicidad nacional.
No es casual que cuando la Sociedad Interamericana de Prensa vino al país, la presidenta ni se dignó a recibirlos. Lo hizo su premier, el señor Gustavo Adrianzén, con esa sonrisa diplomática que no tapa ni la censura ni la represión. Porque cuando el poder se incomoda con las preguntas, el autoritarismo asoma su rostro más torpe, pero más peligroso.
El periodismo libre no es un lujo de países desarrollados. Es una necesidad para cualquier democracia que no quiera degenerar en tiranía. Hoy, en el Perú, el derecho a informar y ser informado está bajo asedio. Y no será con homenajes ni discursos conmemorativos que revertiremos esta caída. Será con resistencia. Con preguntas incómodas. Con investigaciones que persistan. Con periodistas que se nieguen a ser silenciados por la indiferencia o el miedo.
La libertad de prensa no es solo un derecho de quienes escriben, graban o entrevistan. Es el derecho de toda la sociedad a no ser engañada. Y cuando ese derecho se erosiona, lo que sigue no es el silencio… es la oscuridad. Si nos quedamos callados ahora, pronto no quedará nadie para contar lo que perdimos.