Por Edwin Gamboa, Fundador Caja Negra
Dicen que la primera impresión es la que cuenta. Y si de eso se trata, el nuevo terminal del Aeropuerto Internacional Jorge Chávez ha entrado en escena como esos vuelos que despegan sin plan de vuelo: elegante por fuera, desorientado por dentro. Porque nada dice «modernidad» como una infraestructura de primer mundo con logística de tercer mundo. El primer día de operaciones dejó claro que el diseño futurista no basta cuando no hay ni flechas que indiquen dónde está la salida.
El 15 de mayo aterrizó el primer vuelo internacional en la nueva terminal. El escenario estaba listo, las cámaras encendidas, las autoridades listas para posar, y el caos… también. Familias confundidas, taxis frustrados, periodistas perdidos, peatones desorientados. Una adulta mayor esperando a su nieta recién llegada de Italia describió la experiencia como «fastidiosa», porque ni el taxista ni ella sabían por dónde ingresar. ¿Y las señales?. Bien gracias. Parece que también estaban en transbordo.
Las denuncias no tardaron. El acceso por la avenida Morales Duárez se ha convertido en una carrera de obstáculos: carriles sin indicaciones claras, confusión entre la «larga espera» (más de 24 horas, sí, leyó bien) y la «corta espera» (diez minutos como si fuera estación de Metropolitano), y cero personal para explicar lo que no explica la infraestructura. Incluso los equipos de prensa se vieron obligados a improvisar mapas mentales para entender la arquitectura del caos.
Y no es solo afuera. En el interior, Migraciones tenía solo tres módulos operativos. Resultado: pasajeros retenidos por más de una hora sin poder salir, familiares esperando con más paciencia que información. Todo esto mientras Lima Airport Partners, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), Ositran, Indecopi, la Contraloría y todas las entidades implicadas aseguran que la «marcha blanca» va según lo planeado. Si ese era el plan, alguien debería rendir cuentas.
Porque lo que ha quedado claro es que ninguna de las autoridades involucradas estaba preparada: ni LAP como concesionaria, ni el MTC como supervisor, ni Ositran como regulador, ni Indecopi como defensor del consumidor, ni la Contraloría como ente vigilante. Todos juntos lograron demostrar cómo se puede inaugurar un aeropuerto sin saber cómo operarlo. Una coordinación impecable para la incompetencia.
Pero ojo, el terminal es precioso. Nadie lo niega. Tiene el brillo de una postal europea y la promesa de ser un «hub regional» para 30 millones de pasajeros. El problema no está en la arquitectura, sino en la ausencia de operación inteligente. Porque construir un aeropuerto sin haber previsto cómo se entra o se sale, es como inaugurar un estadio sin arcos: luce bien, pero no sirve.
Y como era de esperarse, las autoridades han salido a decir que están «ajustando los detalles». Lo clásico. Ya sabemos que en el Perú primero se inaugura, luego se improvisa y finalmente se culpan entre ellos. Mientras tanto, los pasajeros hacen turismo dentro del mismo aeropuerto buscando cómo llegar al punto de encuentro, como si fuera parte del servicio.
El nuevo Jorge Chávez debería ser motivo de orgullo nacional. Pero su estreno deja un sabor amargo de lo que siempre nos pasa: la infraestructura llega antes que la planificación. No basta con techos altos y pantallas LED si no hay rutas claras, personal preparado ni sistemas eficientes. Es como si hubiéramos construido un Ferrari para que lo maneje alguien sin licencia.
Y la culpa no es solo de LAP, sino de toda la cadena de autoridades que, en vez de coordinar, celebran. Porque mientras ellos se felicitan por la obra, el ciudadano de a pie se pierde entre carriles mal señalizados, colas interminables y un terminal que parece más una maqueta que una solución.
El aeropuerto que se suponía iba a marcar un antes y un después en conectividad regional, empieza como tantos otros proyectos en el Perú: despegando con el tren de aterrizaje puesto y el GPS apagado. Ojalá no nos estrellemos antes de llegar al destino.