Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
El Mundial 2026 será el más grande de la historia: 48 selecciones, 3 países anfitriones y millones de personas moviéndose por el continente. Pero bajo la promesa de una fiesta global, el gobierno de Donald Trump ha comenzado a delinear los márgenes de una celebración vigilada, condicionada y selectiva. Porque mientras se abren los estadios, se endurecen las fronteras.
Esta semana, el vicepresidente JD Vance lo dejó claro en una declaración oficial desde Washington: “Todos están invitados… pero no se queden mucho tiempo.” Así, la administración Trump convirtió el Mundial en una advertencia migratoria global. No es hospitalidad. Es advertencia. No es bienvenida. Es control. Y la FIFA, en lugar de protestar, aplaude en silencio.
Lo dicho por Vance no es una recomendación. Es una política de Estado. Una línea clara en medio de un discurso populista, excluyente y xenófobo que ha convertido a los migrantes en enemigos internos. Y ahora, en un gesto inédito, ese mismo marco se traslada al mayor evento deportivo del planeta. El mensaje: ven a consumir, a gritar goles, a llenar tribunas… pero no olvides que serás observado, contado, controlado y obligado a marcharte en cuanto termine el show.
Esto no es solo una decisión soberana de EE.UU., es una bofetada al espíritu universal del fútbol. Y lo más alarmante es que la FIFA y su presidente, Gianni Infantino, callan. No solo callan: legitiman. Respaldan. Coordinan. Porque mientras Infantino vende el Mundial como una fiesta de integración, permite que uno de los anfitriones convierta el torneo en una vitrina de poder migratorio.
Infantino debería decir algo. Debería recordar que la Copa del Mundo pertenece a los pueblos, no a los Estados. Que el fútbol rompe fronteras, no las patrulla. Que la fiesta no es completa si se celebra bajo miedo o sospecha. Pero no. El presidente de la FIFA está más ocupado en asegurar su reelección, ampliar cupos, sumar millones y quedar bien con todos, menos con los que importan: los hinchas.
El Mundial no puede ser una postal decorativa de inclusión mientras se amenaza a los visitantes con deportaciones. No puede hablarse de diversidad en las gradas si al mismo tiempo se militarizan los aeropuertos. No puede hablarse de fiesta si el mensaje implícito es: “Gracias por venir, pero vete cuanto antes.”
Estados Unidos puede tener el derecho de controlar sus fronteras. Pero no puede convertir el Mundial en una plataforma para mostrar su músculo migratorio. No puede invitar al planeta y al mismo tiempo marcarle la puerta de salida desde el minuto uno. Porque eso no es deporte. Es propaganda. Es el uso del fútbol como herramienta de política interna, bajo el disfraz de un evento global.
Y Gianni Infantino, si tuviera un mínimo de coherencia institucional, debería levantar la voz. Porque lo que está en juego ya no es solo la organización de un torneo, sino la credibilidad moral de la FIFA como ente rector del deporte más popular del mundo.
Reflexión final:
El mensaje de Washington es claro: ven, gasta, aplaude… pero no te equivoques: no vienes a compartir, vienes a obedecer. No estás invitado, estás tolerado.
Y si el fútbol acepta ese trato, si se calla, si se arrodilla ante el poder y los pasaportes escaneados, entonces el Mundial 2026 no será una fiesta global, será una simulación, vigilada y sumisa.
Y el mundo —el verdadero mundo del fútbol— debería decir basta. Porque si este es el precio de organizar un Mundial, entonces ya no vale la pena jugarlo.