Por Edwin Gamboa, Caja Negra
Un niño de seis años fue asesinado por extorsionadores en Lima. No ocurrió en Gaza. No fue en Ucrania. Fue en Independencia, uno de los distritos más transitados de la capital peruana. Viajaba con su madre en una combi cuando dos sicarios en moto abrieron fuego sin previo aviso. No era el blanco. No formaba parte de ningún conflicto. Simplemente estaba ahí. Murió por estar en el lugar equivocado, en el país equivocado. Porque en el Perú, hoy, los criminales tienen más poder que el Estado.
¿Y qué ha hecho el gobierno?. Absolutamente nada. ¿Qué ha dicho la presidenta Dina Boluarte?. Silencio. ¿Qué ha cambiado desde el crimen?. Nada. Como en cada tragedia, la respuesta es la misma: Condolencias, declaraciones de rutina, promesas vacías y comunicados que no conmueven a nadie. Mientras el país llora, el poder se esconde.
No fue una bala perdida. Fue una ejecución. Fue terrorismo callejero. Los extorsionadores dispararon en plena vía pública, sin temor, sin obstáculos, sin presencia del Estado. Porque el Estado ya no existe en muchos territorios. Si está, solo observa. Si actúa, llega tarde. Si responde, lo hace con lugares comunes.
Las noticias de extorsiones, asesinatos y cobros de cupos ya no sorprenden. Se han vuelto parte del paisaje. Pero esta vez, el crimen rompió cualquier barrera moral. Un niño acribillado dentro de una combi es el reflejo de un país que ha cruzado todos los límites. ¿Qué más tiene que pasar para que el gobierno reaccione?. ¿Cuántos cuerpos más deben llenar morgues y calles para que la presidenta reconozca que no hay control, no hay estrategia, no hay liderazgo?. El Perú está tomado por organizaciones criminales que actúan con una impunidad que grita. Y el Ejecutivo sigue callado.
No hay plan nacional de seguridad. No hay control de territorios. No hay presencia sostenida de las fuerzas del orden. Solo hay improvisación, ministros impuestos por arreglos políticos y gabinetes que duran menos que una alerta en medios. Mientras los extorsionadores dominan ciudades enteras, la presidenta de la República prioriza sus defensas personales: sus joyas, sus cirugías, sus relojes, sus investigaciones judiciales. La calle arde, la infancia muere, y ella solo piensa en cómo sobrevivir políticamente hasta el 28 de julio de 2026.
Este crimen no debería tratarse como uno más. Porque no lo es. Es el símbolo trágico de una nación donde subirse a una combi puede ser una sentencia de muerte. Donde ya no importa si uno es niño, adulto, trabajador o estudiante. Si hay una bala, puede tocarle a cualquiera. En ese país, la presidenta no gobierna. Apenas administra la parálisis. Y cada día que no actúa, cada día que no se pronuncia, cada día que no pide ayuda técnica internacional, es un día más en el que legitima el descontrol.
El niño de seis años no fue asesinado por una bala cualquiera. Fue asesinado por el abandono. Por la falta de respuesta. Por un Estado ausente que se limita a contar muertos y emitir condolencias. No es solo la delincuencia la que mata. También mata la indiferencia. La burocracia. La cobardía.
Murió por estar en el Perú. Un país en el que los criminales patrullan las calles y la jefa de Estado se esconde en el silencio. Un país donde las promesas no protegen, donde las leyes no disuaden y donde los niños ya no tienen ni siquiera el derecho a llegar vivos a casa.