“La última Coca-Cola del desierto”: El manual del sobrado

Por Edwin Gamboa, Fundador Caja Negra
En el Perú no se nace humilde. Se nace convencido de ser único, irrepetible, inigualable. Como si cada peruano viniera al mundo con una medalla invisible colgada al cuello y una banda que dijera “edición limitada”. Desde la cuna —aunque esté hecha de cajas de frutas recicladas— se instala la certeza de que uno es “la última Coca-Cola del desierto”. Una frase que, entre la burla y la autocelebración, resume a la perfección el espíritu sobrado que recorre calles, oficinas, redes sociales, taxis, restaurantes… y el Congreso, Palacio de Gobierno por supuesto.

Aquí, donde el ego se infla más rápido que los precios de la canasta básica, esta expresión se ha convertido en el manual no oficial del peruano que se siente imprescindible. No importa si no lo llaman ni para la pichanga del barrio; él igual camina como si todos esperaran su llegada. Ella responde los mensajes cuando quiere, con aire de celebridad. Y ellos —los de arriba— legislan como si fueran oráculos de sabiduría… aunque apenas sepan redactar un tuit sin faltas ortográficas.

El fenómeno de la Coca-Cola del desierto tiene muchas versiones tropicalizadas. Por ejemplo, está el ciudadano promedio con iPhone de última generación comprado en 36 cuotas, que camina por Gamarra como si fuera CEO de Silicon Valley. También está la influencer regional que, con 2 mil seguidores, exige desayunos gratis a cambio de “exposición” y lanza stories como si estuviera revolucionando el periodismo mundial.

No faltan tampoco los políticos que creen que sus votos en el Congreso son piezas maestras del ajedrez democrático, cuando en realidad nadie los extrañaría ni en una junta vecinal. O los dirigentes de fútbol que se pavonean como Joan Laporta, pero gestionan campeonatos donde ni siquiera hay camisetas.

Pero la epidemia del sobrado peruano no se queda ahí. Está el taxista que hace una mueca de desdén porque el destino “solo” es hasta Jesús María, el mozo que lanza el menú con desdén porque “hay mucha gente”, o el joven futbolista que tras firmar un contrato en provincia se convierte en estrella fugaz de Instagram. Y por supuesto, está la cúspide institucional de las Coca-Colas: la SUNAT. Esa entidad que cobra como si el país viviera en Suiza, pero atiende con la calidez de un trámite en Reniec sin sistema.

En este clima nacional —tan árido como emocional— el problema no es que sobren gaseosas, sino que falta hielo. Porque lo que refresca no es la botella, es el contenido. Y en este país, lo que escasea no es gente con autoestima… sino con humildad, empatía y un poco de educación básica. El sobrado abunda; el sensato se extingue.

Por eso, cuando alguien se cruce con uno de esos ejemplares que caminan por la vida creyéndose “la última Coca-Cola del desierto”, lo mejor será no abrir la botella. Déjelo en su vitrina, inflado, tibio y olvidado. Porque, al final, quien mucho se cree, poco vale. Lo valioso no viene en botella con etiqueta premium, sino en vaso compartido, en jarra solidaria, en gesto sencillo.

En el Perú, lo que realmente refresca no es la apariencia, sino el contenido. Y en esta tierra donde las apariencias abundan y el calor aprieta —social, político, emocional— lo único que de verdad alivia es tener los pies en la tierra… y el ego bien guardado en la refrigeradora.

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