Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
Dina Boluarte ya no solo enfrenta la repulsa de las calles peruanas. También ha sido coronada, con datos fríos y sin propaganda, como la presidenta con peor imagen de toda Sudamérica, según la reciente encuesta regional de CB Consultora Opinión Pública. Ni Nicolás Maduro ni Luis Arce —líderes de regímenes fuertemente cuestionados en sus países— logran hundirse tanto como la mandataria peruana, que marca apenas un 19,8% de aprobación, con una caída de más de cinco puntos solo en el último mes.
No se trata de una percepción aislada. Desde Francia hasta Argentina, desde RTL hasta Le Parisien, pasando por BBC Mundo y CB Consultora, la comunidad internacional empieza a tomar nota: en el Perú no solo se vive una crisis de seguridad y de gobernabilidad, sino también una profunda orfandad de liderazgo.
La situación de Dina Boluarte no es el simple desgaste natural de quien gobierna en medio de tormentas. Es el reflejo de un mandato sin alma, sin visión y sin conexión con la ciudadanía. Su gobierno —si es que aún puede llamarse así— se ha limitado a sobrevivir: a resistir escándalos como el de los Rolex, a blindarse con el Congreso más impopular del continente y a esconderse mientras el país se desangra entre extorsiones, paros, masacres y pobreza.
¿Qué explica esta caída? Todo. Porque la impopularidad de Boluarte no es por un solo error. Es por la acumulación sistemática de irresponsabilidad, indiferencia y cinismo. Ni siquiera los peruanos que no votaron por ella —es decir, prácticamente todos— se explican cómo puede mantenerse en el cargo una figura tan desconectada, tan ausente y tan manchada.
Mientras tanto, otros líderes de la región avanzan. Daniel Noboa en Ecuador, Javier Milei en Argentina y Yamandú Orsi en Uruguay encabezan el ranking de imagen positiva. Cada uno con estilos e ideologías distintas, pero con algo en común: protagonismo, narrativa, liderazgo, conexión —aunque sea simbólica— con sus pueblos. Y en el otro extremo, Boluarte, sin palabra, sin presencia y sin plan, acumulando cifras rojas en gobernabilidad, seguridad, salud, economía y representación.
Y como si no fuera suficiente, el Congreso se encarga de sepultar cualquier esperanza. Archiva denuncias contra ella, la blinda sin pudor y alimenta el desprecio colectivo con propuestas infames como el regreso de la inmunidad parlamentaria. Todo esto en un país donde el 89% de los ciudadanos, según Arellano Consultoría, reconoce que elegimos mal porque no sabemos elegir bien.
¿Hasta cuándo seguiremos naturalizando el desgobierno? ¿Hasta cuándo permitiremos que una presidenta con menos respaldo que Maduro siga ocupando el cargo más importante del país solo porque sabe sostenerse con muletas congresales?.
Boluarte no enfrenta oposición política real porque todos están ocupados asegurando sus cuotas de poder. Pero sí enfrenta una oposición social, ética y emocional que crece cada día más, desde los microbuseros que pagan cupos hasta las madres que entierran hijos asesinados por la delincuencia. El Perú no la quiere. Y lo grita cada vez más fuerte.
La impopularidad no es el problema. El verdadero problema es la falta de legitimidad. Cuando una presidenta gobierna sin pueblo, sin calle, sin liderazgo, sin ideas, sin voz y sin credibilidad, lo que queda no es un gobierno: es una administración zombi sostenida por la inercia y el miedo.
El Perú se merece más. Se merece un liderazgo con autoridad moral, con ideas, con dignidad. No una mandataria que colecciona rechazos internacionales mientras el país arde. No una figura que, con cada encuesta, confirma que su tiempo se agotó hace rato, aunque el calendario diga que quedan más de 400 días para el 28 de julio de 2026.
Porque si hasta los estudios internacionales ubican a Dina Boluarte debajo de Maduro, es momento de preguntarnos no solo cómo llegamos a este abismo, sino también cuánto más estamos dispuestos a tolerar. El tiempo de los parches y el silencio se acabó.