Por Edwin Gamboa, Fundador Caja Negra
En un nuevo capítulo de su cruzada proteccionista, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha lanzado una advertencia directa a Apple, una de las empresas más emblemáticas de la innovación tecnológica global: impondrá un arancel del 25 % a los iPhones que no se fabriquen dentro del país. Esta medida busca presionar al gigante tecnológico para que traslade su producción desde Asia —específicamente de China e India— hacia territorio estadounidense, sin considerar los impactos económicos, industriales y sociales que esto acarrearía.
La amenaza, realizada públicamente a través de su red Truth Social y en declaraciones posteriores, reaviva la tensión entre el gobierno federal y el sector privado, al mismo tiempo que podría redefinir las reglas del juego para la cadena de suministro global. Y más allá de Apple, el verdadero golpe podría recaer sobre los consumidores.
La amenaza: producción forzada o castigo arancelario
Según un informe del Financial Times, Apple planea trasladar el ensamblaje de sus iPhones destinados al mercado estadounidense desde China hacia India, como parte de una estrategia para reducir su dependencia de Beijing. Actualmente, alrededor del 90 % de los iPhones se ensamblan en fábricas chinas, una situación insostenible ante el endurecimiento de los aranceles promovidos por Washington.
Sin embargo, Trump no ha tardado en responder con tono confrontacional. En su publicación, afirmó haber advertido a Tim Cook, CEO de Apple, que solo aceptará productos ensamblados en Estados Unidos. “Si no se fabrican aquí, pagarán un 25 % de arancel”, sentenció.
Durante una conferencia en Qatar, Trump fue aún más explícito: “Tim, eres mi amigo, pero no quiero que construyas en India. Queremos que construyas aquí. India puede cuidarse sola”.
¿Protección o castigo?
A pesar de que Apple anunció en febrero una inversión de 500,000 millones de dólares en EE. UU., que incluye 20,000 nuevos empleos y la apertura de una planta de servidores en Texas, el gobierno parece no considerar suficientes estos esfuerzos.
El problema no radica únicamente en el deseo presidencial de relocalizar empleos, sino en la desconexión entre la visión política y la viabilidad industrial. Expertos advierten que fabricar iPhones en EE. UU. podría incrementar los costos de producción hasta en un 90 %, debido a los salarios más altos, la falta de proveedores locales de componentes especializados y la infraestructura limitada en comparación con Asia.
Apple, por su parte, ha advertido que estos aranceles podrían añadir cerca de 900 millones de dólares a sus costos trimestrales, afectando directamente a sus resultados financieros y, en consecuencia, al precio final de sus productos.
El consumidor en la línea de fuego
El impacto de esta medida iría mucho más allá de Apple. De aplicarse el arancel del 25 %, el precio del iPhone aumentaría considerablemente para los consumidores estadounidenses, quienes ya enfrentan altos costos por productos tecnológicos. Además, la política podría generar una ola de inseguridad jurídica para otras compañías que operan bajo modelos globales de producción.
Lo que está en juego no es solo el precio de un teléfono. Se trata de una visión de país cerrada al comercio internacional, basada en la presión, el castigo económico y el control político sobre decisiones empresariales. La línea entre proteger la industria nacional y asfixiar la competitividad global se vuelve cada vez más delgada.
Y mientras Trump intenta atraer fábricas al país a punta de aranceles, países como India y Vietnam refuerzan su capacidad para ser centros globales de manufactura, mostrando que la competitividad no se impone por decreto, sino por condiciones económicas sostenibles y marcos jurídicos estables.
La amenaza de Trump a Apple no es solo un mensaje al Silicon Valley. Es una advertencia al mundo: las decisiones de política comercial pueden convertirse en herramientas de presión ideológica, incluso a costa del desarrollo tecnológico, la estabilidad de los mercados y el bolsillo de millones de consumidores.
En vez de construir un modelo industrial sostenible con inversión en educación, infraestructura e innovación, se opta por imponer barreras que encarecen los productos, generan incertidumbre y espantan la inversión extranjera.
El debate de fondo no es dónde se fabrica el iPhone, sino qué tipo de liderazgo económico necesita el siglo XXI. Uno que mire al futuro o uno que insista en imponer el pasado.