Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
En el Perú, circular con la revisión técnica vencida cuesta S/2.575. No es una cifra menor. Tampoco es un simple error administrativo. Es una política pública convertida en coartada para beneficiar a unos pocos y castigar a todos los demás. Mientras se repite el discurso de la “seguridad vial”, las sanciones parecen más bien diseñadas para alimentar una maquinaria paralela de cobros y presión que favorece a las empresas de revisión técnica antes que al ciudadano.
Según el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), esta infracción —registrada bajo la temida papeleta M27— no solo implica una multa del 50% de una UIT, sino también la pérdida de 50 puntos en el récord del conductor y el internamiento inmediato del vehículo. Es decir, una sanción triplemente punitiva. ¿El delito? No tener vigente un certificado que solo puede conseguirse en centros autorizados por el propio MTC, muchos de los cuales —vale decirlo— pertenecen a un oligopolio con intereses más económicos que técnicos.
El argumento oficial es simple: velar por el buen estado de los vehículos. Pero la realidad muestra otra cara. Según diversas denuncias, los costos de la revisión técnica han aumentado sin explicación clara, los procesos son engorrosos, los plazos arbitrarios, y los centros de inspección operan como entes privados con poder de castigo público. En este sistema, no hay advertencias ni periodos de gracia. Hay multas automáticas, sanciones inmediatas y escaso criterio. ¿Resultado? Un negocio millonario que se nutre del miedo al castigo, no de la cultura de prevención.
Peor aún, la sanción no admite descuento por pronto pago. No se puede apelar fácilmente. Y el internamiento del vehículo es ejecutado sin criterio alguno, lo que genera caos, pérdida de ingresos y colapso en los depósitos. Es un modelo de coerción, no de regulación. Un diseño que más que ordenar, presiona. Que no promueve cultura vial, sino cultura de castigo. Porque mientras se penaliza con vehemencia al ciudadano común, se sigue tolerando el caos del transporte informal, la corrupción en licencias y la falta de control real en las calles.
¿Quién gana con esto? Las empresas autorizadas para realizar las revisiones técnicas, que operan con márgenes cómodos, escasa fiscalización y un flujo constante de usuarios obligados por ley a pasar por caja. Y gana también el propio aparato estatal, que engorda las estadísticas de recaudación a costa de la ciudadanía. Es una simbiosis perversa entre negocio y normativa, disfrazada de política de seguridad vial.
El problema no es exigir revisión técnica. El problema es que se ha convertido en una trampa. Una excusa perfecta para castigar, cobrar y lucrar sin proporcionalidad ni empatía. El MTC debería garantizar un sistema justo, accesible, escalonado y verdaderamente orientado a la seguridad. En cambio, tenemos un modelo que coacciona, empobrece y castiga sin educar.
El Estado debe proteger al ciudadano, no extorsionarlo. Las revisiones técnicas deben ser rigurosas, sí, pero también justas, accesibles y con criterios pedagógicos. Hoy, el sistema actual parece más diseñado para facturar que para prevenir. Y mientras las multas se multiplican, los verdaderos problemas de fondo —la informalidad, la corrupción en el transporte, la falta de fiscalización técnica— siguen intactos. Si el Estado quiere hablar de seguridad vial, que empiece por sanear su propia estructura y romper sus pactos con las empresas que lucran del miedo. Porque hoy, la revisión técnica no protege: amenaza.