Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
Dicen que “el tiempo coloca todo en su lugar”. Qué frase tan optimista. Tan terapéutica. Tan útil para calmar la ansiedad… y para justificar que nada cambie. En otros países, puede que tenga sentido. Donde hay justicia funcional, memoria activa y ciudadanos que no se resignan. Pero en el Perú, el tiempo es un bromista cínico: llega tarde, se equivoca de lugar y, cuando actúa, acomoda solo a los mismos de siempre. Aquí el tiempo no corrige, no repara, no ordena. Aquí el tiempo se estanca. Como el Congreso. Como Dina.
En esta tierra del eterno “ya se verá”, el tiempo no se convierte en justicia, sino en excusa. Nos dijeron que con paciencia las cosas mejorarían. Que el país crecería. Que los corruptos pagarían. Que el sistema se limpiaría. Dos décadas después, el Perú está atrapado en un loop: un presidente cada seis meses, una Fiscalía que pierde USBs con más facilidad que la memoria institucional, y una presidenta con 2% de aprobación que gobierna con la misma energía que un foco fundido… pero se queda igual, como si nada.
Dina Boluarte es el ejemplo perfecto de que en Perú el tiempo no repara. Consolida. Su inacción, su mutismo, su gobierno de piloto automático es un homenaje a la parálisis institucional. Y sin embargo, ahí sigue. Con viajes diplomáticos, decretos decorativos y una silla presidencial que parece pegada con resina de impunidad. El tiempo no la coloca en su lugar. La mantiene sentada. Condecorada. Blindada. Mientras tanto, el país arde, grita, se desangra en conflictos que ni escucha.
¿Y el Congreso? Ese sí que entendió mal la frase. Porque allí el tiempo no pone a nadie en su lugar… más bien los acomoda a todos en comisiones. No importa si tienen denuncias, audios filtrados, plagios, insultos o ausencias crónicas: todos consiguen curul, viáticos y espacio en el canal del Estado. En ese hemiciclo, el tiempo premia la ineficiencia, la viveza y la desvergüenza. Hay congresistas que parecen personajes reciclados de una tragicomedia criolla, y aun así ahí están: dando conferencias, firmando leyes absurdas y bloqueando cualquier intento de reforma.
Mientras tanto, el pueblo espera. Espera que el tiempo “acomode”. Que “todo se paga”. Que “todo llega”. Pero lo único que llega es la cuenta del recibo de luz con aumento. Aquí el tiempo archiva denuncias, borra escándalos, jubila culpables y entierra promesas. Los verdaderos responsables encuentran refugio en el olvido o en los cargos diplomáticos. Y cuando finalmente el pueblo reacciona, ya es tarde: el tiempo también acomodó la resignación.
La impunidad tiene su propio reloj. Uno que solo marca horas para los poderosos. Aquí los delitos prescriben. Las muertes se enfrían. Las investigaciones se traspapelan. La inacción se convierte en política de Estado. El tiempo, lejos de castigar, absuelve con la lentitud precisa de quien no tiene apuro… ni vergüenza.
Así que cuando en Perú alguien diga con resignada esperanza que “el tiempo coloca todo en su lugar”, mejor revise el reloj. Porque aquí, ese reloj está malogrado, trucado y comprado en licitación irregular. El tiempo no es un juez justo. Es un cómplice con pasaporte diplomático. Un burócrata con sello húmedo. Un congresista que firma asistencia desde su celular. Una presidenta que duerme con los ojos abiertos.
“El tiempo acomoda todo”, sí. Pero solo a los que ya estaban cómodos. Al resto, lo manda al archivo. Al cementerio de oportunidades. A la cola del hospital. A la plaza sin justicia.
Porque en el Perú, el tiempo no tiene memoria. Solo acomoda a los de siempre… y olvida al resto.