Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
¿Cómo se sostiene una democracia cuando solo el 8% de sus ciudadanos confía plenamente en sus elecciones?. El Perú se acerca a las generales de 2026 no con ilusión, sino con desconfianza, hartazgo y miedo. No es una suposición, es un dato: el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) lo ha dejado claro. A menos de un año de las elecciones, casi la mitad del país no cree en el proceso, y buena parte del resto lo mira con escepticismo o apatía. ¿Qué tipo de sistema puede sostenerse con un electorado descreído, desinteresado y convencido de que quien manda no es quien se elige?.
El 49% de los peruanos expresa una baja confianza en las elecciones de 2026. Apenas el 13% manifiesta alta confianza. Y el 8% —una cifra casi simbólica— dice confiar totalmente. No es una falla técnica, es una fractura profunda. Esta grieta no distingue únicamente entre ciudadanos informados y desinformados, sino entre una clase política que monopoliza el poder y una ciudadanía que lo observa —cada vez más— como un espectáculo que no le pertenece.
¿Dónde se concentra esa poca fe en el proceso?. En Lima y en los niveles socioeconómicos A y B. Es decir, donde el Estado sí funciona, donde los votos se cuentan con precisión quirúrgica, y donde el sistema protege, al menos, las formas. Pero el resto del país, especialmente el sur, el oriente, las zonas rurales y las clases populares, no solo se siente excluido del poder. Se siente traicionado.
El 48% dice tener poco o ningún interés en las elecciones. Y eso, en cualquier democracia, no es una anécdota: es una sentencia. Porque si el voto deja de tener valor simbólico, deja también de tener peso político. Si la población no cree en lo que elige, no reconoce lo que elige. Y si no reconoce, tampoco obedece. La democracia pierde entonces su principal sustento: el consentimiento popular.
El IEP también muestra otro síntoma de la descomposición institucional: el 37% de los peruanos cree que Keiko Fujimori —y no Dina Boluarte— es quien realmente gobierna el país. A eso se suman Vladimir Cerrón (16%) y César Acuña (15%). Es decir, la presidenta aparece como una figura sin mando, sometida a los intereses de quienes nunca ganaron una elección presidencial… pero que siempre terminan decidiendo.
El poder en el Perú, según la percepción ciudadana, no se conquista en las urnas, se negocia en las sombras. Por eso la desconfianza. Por eso el desgano. Por eso la rabia silenciosa que se acumula elección tras elección. Porque a cada nueva votación, el pueblo tiene la sensación de estar eligiendo solo el decorado de una obra que ya está escrita.
La democracia no se cae con golpes de Estado, se cae con indiferencia. Se deshace cuando el voto ya no representa esperanza sino rutina, cuando el ciudadano vota sin creer, sin esperar y sin vigilar. El 8% que aún cree en las elecciones de 2026 no es motivo de celebración, es una alarma. Una advertencia. Una señal de que estamos frente a una democracia de papel, que sobrevive por inercia más que por convicción.
Si algo deben entender las autoridades electorales, los partidos y la sociedad civil, es que no basta con organizar comicios. Hay que devolverle sentido al acto de votar. Hay que romper el cerco de la impunidad, de la cooptación y de la manipulación. Porque si seguimos fingiendo que todo marcha bien, el próximo 8% podría ser aún menor. Y entonces ya no habrá encuestas. Habrá vacío.