Por Edwin Gamboa, Fundador Caja Negra
Tres años después de la implantación del régimen de excepción en El Salvador, los titulares de la prensa internacional no celebran una utopía, pero sí constatan una realidad: las pandillas ya no controlan las calles. Las clicas más temidas de la MS-13 y Barrio 18 han sido desarticuladas. La ciudadanía camina libre, las extorsiones se han reducido más del 70%, y la palabra “mara” ya no tiene el peso criminal de hace tres años. ¿El precio? Alto. ¿El resultado? Innegable. Mientras tanto, en el Perú, un niño es asesinado por extorsionadores en una combi, los comerciantes pagan cupos por respirar y el Estado apenas parpadea. El contraste no solo es doloroso. Es un grito de alarma. ¿Cuándo empezaremos a defendernos? ¿Cuándo decidiremos recuperar el país?
BBC Mundo accedió recientemente al informe reservado «Situación actual de las pandillas en El Salvador», elaborado por la Subdirección de Inteligencia de la Policía Nacional Civil. Las cifras son contundentes: 86,000 detenidos desde 2022, miles de clicas desactivadas, territorios recuperados, y una megacárcel que representa, más allá de su brutal simbolismo, una decisión de Estado: acabar con el crimen organizado, cueste lo que cueste.
Las colonias que antes eran símbolos del terror —como 10 de Octubre, San José del Pino, o Valle Nuevo— hoy tienen niños jugando en las calles, tiendas abiertas sin miedo, alquileres que se disparan porque la gente quiere vivir en lugares donde ya no gobierna el crimen. Los expertos no romantizan la situación. Hay denuncias por violaciones a los derechos humanos, sí. Hay abusos, sí. Pero también hay un cambio real, medible, visible. Porque donde antes mandaba la MS-13, hoy manda el Estado.
¿Y en el Perú? En el Perú seguimos confundiendo democracia con permisividad, gobernabilidad con inacción, y derechos humanos con resignación. Mientras Bukele convierte en política de Estado la seguridad ciudadana, Dina Boluarte parece más preocupada por sus joyas, sus operaciones estéticas, sus blindajes parlamentarios y por ver si llega —con resuello— al 28 de julio de 2026. El país se desangra en manos de criminales, pero la respuesta oficial son condolencias, consejos de “no salir tarde”, y “mesas técnicas” que no frenan una sola bala.
En Trujillo, Pataz, Gamarra, Villa El Salvador, Independencia o San Juan de Lurigancho, las organizaciones criminales han reemplazado al Estado. Imponen reglas, fijan precios, extorsionan, asesinan. La cifra de muertos no deja de crecer y el miedo ya es un lenguaje cotidiano. Mientras tanto, en lugar de construir megacárceles o fortalecer a la policía, el gobierno peruano opta por recortar presupuesto, desmovilizar unidades de inteligencia y ofrecer estados de emergencia que no emergen nada.
Y lo más indignante: nadie en el gobierno —ni en el Ejecutivo ni en el Congreso— está dispuesto a asumir esta guerra. Porque sí, se trata de una guerra. Una guerra por el control del territorio, por la dignidad de nuestras calles, por la posibilidad de vivir sin miedo. Y el Perú la está perdiendo por walkover.
El caso de El Salvador demuestra que es posible revertir décadas de impunidad. ¿Con errores? Por supuesto. ¿Con costos? Evidentes. ¿Con límites que deben ser discutidos y revisados? También. Pero lo que no puede discutirse es el hecho de que allá se gobierna con decisión, mientras aquí se administra la inercia.
En lugar de invertir en seguridad, el gobierno peruano gasta en blindajes políticos. En lugar de aplicar inteligencia policial y reformas penitenciarias, opta por improvisar con militares en zonas urbanas sin estrategia. Y en lugar de pedir ayuda internacional, como debería hacer Dina Boluarte si no tiene capacidad propia, se aferra al cargo en silencio, como si gobernar fuera una rutina y no una urgencia nacional.
Conclusión:
Lo de El Salvador no es solo un experimento autoritario, como algunos críticos quieren hacer creer. Es una demostración —cruda, imperfecta, pero real— de que el Estado puede recuperar el control cuando decide actuar. Y eso es exactamente lo que le falta al Perú: decisión. Voluntad. Coraje.
No se trata de copiar a Bukele. Se trata de entender que un Estado que no enfrenta a la delincuencia es un Estado que abdica de su deber más básico: proteger a su gente. Y en el Perú, ese deber ha sido abandonado con una indolencia criminal.
Cada extorsión impune, cada asesinato sin justicia, cada niño muerto en una combi, es una derrota del Estado. Y mientras no reaccionemos, seguirán gobernando los que no fueron elegidos. Porque en el Perú de hoy, los criminales sí tienen poder. Y el Estado, apenas presencia.
La calle es el termómetro del poder. En El Salvador, la recuperó el Estado. En el Perú, aún pertenece a los delincuentes. Y hasta que eso no cambie, no habrá democracia, ni desarrollo, ni futuro posible. Solo miedo. Y silencio.