Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
Cinco sismos en menos de 24 horas. Ica volvió a temblar, pero esta vez no solo tembló la tierra: volvió a temblar la memoria colectiva, la rabia, la sensación de abandono. Y como ocurre en cada sacudida, las autoridades repitieron el mismo libreto: “no hay daños”, “se descarta tsunami”, “mantengamos la calma”. Lo que no dicen es que la calma no existe para quienes saben que el verdadero terremoto no será natural, sino político: el de un Estado incapaz de aprender, prevenir y proteger.
Los datos son fríos, pero contundentes. En menos de un día, el Instituto Geofísico del Perú (IGP) registró cinco sismos en la costa sur, todos en la misma zona: Ica. El más fuerte, de magnitud 5.5, sacudió Marcona y se sintió hasta en Lima. No hubo muertos. No hubo derrumbes. Pero sí hubo miedo. Porque Ica sabe que en cualquier momento volverá el horror del 2007, cuando un sismo de 7.9 destruyó vidas, hogares y memorias. La diferencia es que hoy seguimos tan expuestos como entonces, quizás peor.
La explicación técnica es conocida: vivimos sobre el Cinturón de Fuego del Pacífico. La placa de Nazca se desliza bajo la placa Sudamericana y la energía acumulada se libera en forma de terremotos. Nada nuevo. Lo nuevo —lo indignante— es que a pesar de saberlo, el país no se prepara, no invierte, no actúa. Cada simulacro es una coreografía sin sustancia, cada mochila de emergencia es una ilusión cuando la infraestructura pública sigue siendo un castillo de naipes.
El Instituto Nacional de Defensa Civil (Indeci) repite su comunicado estándar: “no se registraron daños”. ¿Y los daños estructurales de un Estado que no refuerza escuelas, hospitales ni viviendas? ¿Y los daños psicológicos de comunidades que viven entre el susto y el olvido? ¿Y los daños presupuestales de gobiernos regionales que no ejecutan ni el 40% de su presupuesto para prevención? Eso no sale en los boletines.
Peor aún, los sismos coinciden con otro dato alarmante: más de 350 temblores han sido registrados en lo que va del 2025. Y mientras el suelo se agita, el aparato estatal permanece inmóvil. El simulacro nacional del 30 de mayo será un acto simbólico. ¿Pero cuántos colegios tienen rutas de evacuación funcionales? ¿Cuántas municipalidades han hecho simulacros reales, con comunidades organizadas y planes efectivos? ¿Cuántos ministros conocen las zonas de mayor riesgo sísmico del país? ¿Cuántos congresistas han legislado alguna norma útil en defensa civil este año?
Esto no es solo una falla sísmica, es una falla moral. Porque no se puede seguir esperando que la naturaleza tenga piedad cuando el Estado no tiene voluntad. Porque no se puede seguir echando la culpa a la geología cuando el verdadero desastre es la negligencia. Porque no hay nada más doloroso que saber que la próxima catástrofe podría evitarse… pero no se evitará.
Ica tiembla. Nazca tiembla. El sur tiembla. Y el Estado duerme. Nos piden estar preparados, pero ¿quién prepara al Estado? Nos piden no entrar en pánico, pero ¿quién fiscaliza el abandono? Nos piden confiar, pero ¿quién responde después del desastre?
No es fatalismo, es memoria. No es alarma, es dignidad. Mientras el suelo siga rugiendo, la indiferencia no puede seguir siendo la norma. El país necesita prevención real, políticas firmes, inversiones urgentes y una ciudadanía empoderada. Lo demás —comunicados, aplicaciones móviles, simulacros sin alma— son solo ruido de fondo mientras la tierra, implacable, nos recuerda que está viva. Y nosotros, si no reaccionamos, quedaremos bajo sus escombros.
Porque en el Perú, cada sismo no solo sacude la tierra: sacude también la conciencia de un país que no puede seguir esperando que el terremoto lo despierte.