Dina Boluarte: premiar al fracaso es política de Estado

Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra

En el Perú de hoy, fracasar no es sinónimo de retiro o castigo. Al contrario, es la escalera más rápida hacia el éxito diplomático. Aquí no se rinde cuentas, se rinde homenaje a la incompetencia. Porque mientras el país se desangra por la inseguridad, la corrupción y el desgobierno, los responsables no solo salen ilesos: son premiados. La reciente designación de Gustavo Adrianzén como representante del Perú ante las Naciones Unidas es el último episodio de esta tragicomedia nacional donde el mérito se mide por lealtad ciega y no por resultados.

Gustavo Adrianzén abandonó la Presidencia del Consejo de Ministros horas antes de enfrentar cuatro mociones de censura. Cuatro. No una. No dos. Cuatro. Todas por razones similares: su incapacidad manifiesta para liderar una respuesta seria a la creciente ola de violencia y crimen organizado que asfixia al país. Pero en lugar de una pausa para la autocrítica o una jubilación anticipada, Adrianzén recibió como recompensa un pase diplomático directo a Nueva York. El mensaje es claro: fracasar en el Perú no solo no tiene consecuencias, sino que incluso puede tener beneficios.

Y no está solo. Porque esto ya no es un caso aislado, es un patrón sistemático. Juan José Santiváñez, exministro del Interior y también con un corto pero polémico paso por el cargo, fue reciclado con eficiencia y cariño en Palacio. Ahora dirige la Oficina de Monitoreo Intergubernamental. Una oficina con nombre rimbombante y resultados inexistentes. En la práctica, parece más una zona de confort para funcionarios caídos en desgracia que una dependencia real de gestión pública.

La presidenta Dina Boluarte parece estar decidida a premiar a los suyos con puestos de confianza, sin importar los motivos de su salida anterior. El exministro de Justicia Víctor García Toma, diplomático experimentado, lo dijo con eufemismo: “una actitud querendona”. Traducido: favoritismo institucionalizado. O peor: un sistema de blindaje camuflado de diplomacia.

Y para colmo, esta vez no se trata solo de una decisión técnica. Esta designación fue, según palabras del propio García Toma, “una provocación al Congreso”. Pero sería ingenuo limitarla al Legislativo. Es una provocación a la ciudadanía, al Estado de derecho, a cualquier intento de institucionalidad. Es una burla nacional, institucionalizada desde el Ejecutivo.

Porque no se trata solo de enviar a alguien a la ONU. Se trata de lo que representa: el mensaje de que en el Perú no importa lo que hagas —o dejes de hacer— mientras seas útil políticamente. Un gabinete convertido en agencia de viajes, con escala en Palacio y destino final en la diplomacia.

Además, el problema no es solo ético, es estructural. Al convertir los puestos diplomáticos en refugios para ministros censurados o cuestionados, se vacía de contenido la política exterior y se refuerza la percepción de que el servicio al país ha sido reemplazado por el servicio a conveniencias personales o partidarias. ¿Qué representación internacional puede ejercer alguien cuya gestión fue incapaz de enfrentar los problemas más urgentes de su propio país?

En una democracia funcional, renunciar al cargo por presiones políticas o por incapacidad para cumplir funciones básicas sería motivo de vergüenza o, al menos, de silencio político. En el Perú, es causa de promoción. Gustavo Adrianzén no es un diplomático de carrera, ni un experto en relaciones internacionales. Pero sí un funcionario leal. Y eso, en este desgobierno, vale más que cualquier currículum.

Mientras tanto, el país continúa sumido en la violencia, la inseguridad y el abandono institucional. Pero desde Palacio, el criterio es claro: el que falla, viaja. El que es censurado, asciende. Y el que obedece, es recompensado. Porque en el Perú, fracasar no solo no se castiga. Se celebra.

Así que ya lo sabe, estimado lector. Si alguna vez dirige mal una cartera ministerial, no se preocupe. En lugar de un juicio, lo espera un pasaje al extranjero y una oficina con aire acondicionado. Eso sí, no olvide agradecer con una sonrisa… y con votos firmes cuando el Ejecutivo lo necesite.

Porque aquí, la incompetencia ya no es un error. Es política de Estado.

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