Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
La Champions League, el último bastión sagrado del fútbol europeo, acaba de ser subastada. La UEFA ha decidido entregarle las llaves del templo a Relevent, una empresa estadounidense, para que gestione su comercialización global entre 2027 y 2033. No solo hablamos de derechos televisivos. Hablamos de identidad, de memoria, de una tradición construida por generaciones. El negocio es jugoso, sí. Pero la pregunta es inevitable: ¿cuánto del alma del fútbol estamos dispuestos a vender por ingresos globales?.
No es la primera vez que el fútbol se arrodilla ante el capital. Pero esta vez, la genuflexión es histórica. En lugar de fortalecer modelos sostenibles dentro de Europa, la UEFA y la ECA han optado por abrirle la puerta grande al marketing norteamericano, el mismo que ve el deporte como espectáculo empaquetado, plastificado, monetizable. La llegada de Relevent, la misma empresa que en 2018 intentó llevar partidos oficiales de LaLiga a Estados Unidos, confirma que el fútbol de clubes ya no se piensa desde las gradas, sino desde las bolsas de valores.
¿Qué significa esto? Significa que el prime time ya no se decidirá en París, Madrid o Múnich, sino en Nueva York, Miami o Shanghái. Significa que los partidos podrían ser diseñados para los ojos asiáticos, los anuncios interrumpidos por comerciales, los himnos diluidos entre jingles. La esencia de una semifinal europea ya no dependerá de su historia, sino de su rentabilidad.
Es probable que en poco tiempo escuchemos propuestas “innovadoras”: finales de Champions en Abu Dabi, “nights of legends” en Nueva Jersey, fases de grupos con fuegos artificiales, drones, mascots y shows al estilo Super Bowl. Porque eso es lo que Relevent sabe hacer: vender emociones empaquetadas. Lo que no se dice es lo que se pierde: la conexión genuina con las hinchadas, la mística de los estadios históricos, el arraigo cultural que convirtió a la Champions en el trofeo más codiciado del planeta.
¿Y por qué esto debe indignarnos?. Porque el fútbol europeo ha sido, por décadas, uno de los pocos espacios donde la tradición aún pesaba. Donde clubes como el Ajax o el Celtic, por más pequeños que sean en ingresos, podían competir con gigantes. Porque los himnos no eran compuestos por algoritmos de consumo, sino por generaciones que cantaban desde la infancia. Porque el fútbol es un lenguaje popular, no una franquicia en expansión.
Pero el riesgo es claro: que el hincha de siempre se vuelva irrelevante. Que el seguidor que ahorra todo un mes para ver a su equipo sea reemplazado por el cliente premium de una plataforma digital en Singapur. Que la Champions deje de ser un torneo europeo para convertirse en un producto global sin raíces. Y todo eso, bajo la excusa de “potenciar el espectáculo”.
Lo peor es que esta operación se justifica desde las oficinas con el argumento de “asegurar el futuro del fútbol”. ¿Cuál futuro? ¿Uno donde todo se mide en métricas de engagement y retorno de inversión? ¿Uno donde los clubes pequeños sean simples rellenos de una narrativa global centrada en grandes marcas? ¿Uno donde la UEFA se vuelva una sucursal más del show business deportivo?
La Champions no necesita más ruido. Necesita más sentido. No se trata de rechazar el crecimiento económico, sino de hacerlo con visión, con límites, con responsabilidad cultural. El modelo estadounidense puede funcionar para su propia lógica. Pero trasplantarlo al fútbol europeo sin criterio es tan peligroso como lucrativo.
El fútbol no se muere con un penal errado. Se muere cuando quienes lo administran olvidan para quién fue creado. Con la firma de este acuerdo, la UEFA no solo entrega sus derechos comerciales: entrega también una parte de su alma. El desafío será inmenso. Mantener la calidad sin vaciar la esencia. Hacer crecer el torneo sin traicionar sus raíces. Respetar a los hinchas que forjaron esta historia antes de que Relevent aprendiera a pronunciar “Champions”.
La pelota está en juego. Pero no en la cancha. Está en los escritorios, en los contratos, en los despachos donde la identidad se canjea por rentabilidad. ¿Oportunidad o pérdida de identidad? Todo depende de qué se priorice. Si el fútbol o el espectáculo. Si el aficionado o el consumidor. Si la historia o la facturación.
Y en esa elección, Europa puede perder mucho más que una final.