Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
Si la justicia fuera un partido de fútbol, Eduardo Arana sería ese jugador que le entrega una placa al árbitro antes del pitazo inicial. No para influir, claro está, sino por “cortesía institucional”. En el Perú del absurdo, el premier ha perfeccionado una estrategia digna de estudio en academias de derecho: premiar al juez que puede fallar en tu contra… y dejar que se autodescarte por pudor. ¿Corrupción? No. Es diplomacia judicial. ¿Conflicto de interés? Solo si eres desconfiado. ¿Inteligencia política? Al nivel de Maquiavelo, pero con corbata beige y sonrisa de notaría.
Corría junio de 2024, y el entonces ministro de Justicia Eduardo Arana —quien hoy comanda el gabinete ministerial— organizaba un evento de alto vuelo y nombre pomposo: el “Seminario Internacional Descentralizado en Extinción de Dominio”. Entre los asistentes estaba, casualmente, el juez supremo Manuel Luján, parte de la Sala Penal que luego evaluaría una apelación en la investigación por el caso “Cuellos Blancos del Puerto”… que involucra nada menos que al propio Arana. Qué coincidencia más fortuita, ¿no?.
Pero la historia no queda en un saludo distante. Arana, como buen anfitrión con alma de relacionista público, le entrega al juez una condecoración. No una taza con su nombre, no una lapicera de cortesía: una condecoración oficial. Porque, al parecer, en el Ministerio de Justicia se premia a quienes aún no han fallado, pero podrían hacerlo.
¿Y qué hizo el magistrado? Como hombre de principios y para “evitar suspicacias” (porque nadie las tenía, ¿verdad?), pidió su inhibición. Acto seguido, la propia Sala Suprema aceptó con un argumento tan pulcro como irónico: “las apariencias importan”. No, no se demostró que haya conflicto real, solo el pequeño detalle de que el procesado le puso una medalla al juez. Nada serio.
Mientras tanto, Eduardo Arana se prepara para presentarse el 12 de junio ante el Congreso a pedir el voto de confianza. ¿Con qué cara? Con la de siempre: la que no se inmuta. Y acompañado de bancadas que aplauden más rápido que un aplausómetro trucado. Porque este país ya no distingue entre plan de gobierno y plan de relaciones públicas.
Los diálogos para asegurar votos están en marcha. Honor y Democracia, Avanza País, Somos Perú… todos desfilan por Palacio como si no supieran lo que pasa. Y mientras algunos partidos aún se resisten a “vender su confianza”, el Ejecutivo juega su partida como quien conoce bien el tablero. Total, si no puedes influir en los jueces, al menos decóralos. El resultado es el mismo.
Eduardo Arana no necesita alterar expedientes, ni amenazar magistrados, ni esconder documentos. Él simplemente organiza un evento, entrega una medalla, sonríe a las cámaras… y voilà: juez inhibido, camino despejado. Lo hace todo dentro de la ley. Porque en este país, la verdadera astucia no es romper las reglas, sino saber decorarlas.
Lo más asombroso no es que el juez se haya apartado. Lo asombroso es que nadie lo haya previsto como una jugada anunciada. Que sigamos fingiendo sorpresa, como si el ministro no supiera lo que hacía. Como si una condecoración a un juez clave fuese un accidente administrativo. Como si estuviéramos gobernados por despistados, no por estrategas sin vergüenza.
El Perú no necesita grandes escándalos para indignarse. Le basta con pequeñas ceremonias que terminan siendo maniobras de alto calibre. Porque aquí el poder no se impone a gritos: se firma, se enmarca, se premia y se archiva. Y si queda alguna duda, que el próximo juez pase por caja… perdón, por el auditorio. Y que nadie olvide llevar su medalla.