Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
El Perú es un país que presume con orgullo su pasado milenario. Figuras como el Colibrí, el Mono o el Espiral de Palpa, grabadas hace más de dos mil años sobre el desierto de Ica, son emblemas de nuestra identidad y de nuestra herencia arqueológica. Sin embargo, mientras se alardea en ferias internacionales o ante la UNESCO, la realidad que acecha a las Líneas de Nasca es de dinamita, informalidad y abandono institucional. Y es precisamente desde el Estado —con omisiones, retrocesos y decisiones incoherentes— desde donde se permite que la minería ilegal se acerque peligrosamente a uno de los patrimonios más sagrados del país.
En mayo de 2025, agentes policiales hallaron explosivos y campamentos mineros ilegales a escasos 1,6 kilómetros del geoglifo Telar de Bogotalla, y a menos de 8 del famoso Colibrí. Lo incautado —68 cartuchos, fulminantes, metros de cable para detonaciones— no es un indicio menor: es evidencia de una amenaza concreta y organizada. Pero más preocupante aún es que esta situación ocurre en la zona de la Reserva Arqueológica de las Líneas y Geoglifos de Nasca, un área que, hasta hace poco, había sido recortada por decisión del propio Ministerio de Cultura.
¿A quién se le ocurrió que reducir el 42% de la zona intangible era una buena idea? ¿Quién se beneficia de dejar fuera del resguardo estatal grandes extensiones donde ahora florece la minería ilegal? ¿Por qué un ministerio que debería custodiar el patrimonio más importante del país facilita indirectamente su vulneración?
Las cifras no mienten. El Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo) cuenta con más de 2.500 inscripciones activas en los 13 distritos que conforman la reserva arqueológica original. Esta avalancha burocrática —que legaliza en apariencia lo que en la práctica es informalidad y devastación— está posicionando a la región como otro “Pataz”, tal como advirtió la Fiscalía Ambiental. Y es imposible desligar esta expansión del silencio o permisividad institucional.
La amenaza a Nasca no es solo una cuestión de gestión territorial o arqueológica. Es también una expresión de cómo la lógica extractiva y cortoplacista sigue prevaleciendo en el Estado peruano, incluso frente a bienes únicos en el mundo. La cultura queda reducida a discurso cuando las decisiones reales se toman a espaldas de la evidencia científica, de los organismos internacionales, y de la sociedad que exige proteger lo poco que aún no ha sido arrasado.
El caso es más alarmante cuando se constata que la misma cartera de Cultura que redujo la zona protegida tuvo que dar marcha atrás ante la presión mediática y ciudadana. Pero el daño ya está hecho: mientras el trazado legal se restaura en el papel, los registros mineros en trámite y los socavones continúan ganando terreno, día a día.
El problema no es solo el Ministerio de Cultura. Es también la ausencia de articulación con el Ministerio del Interior, la Procuraduría del Estado, la Fiscalía, el Congreso y la Presidencia de la República. No existe un plan integral, ni voluntad política firme, para combatir la minería ilegal en zonas arqueológicas. Lo ocurrido en Nasca es una advertencia que podría replicarse en Kuelap, Caral o cualquier otro tesoro si no se actúa con firmeza.
Permitir que la minería ilegal avance hacia las Líneas de Nasca no es solo un atentado contra el patrimonio, sino contra nuestra propia dignidad como nación. La omisión es una forma de complicidad, y el retroceso del Ministerio de Cultura frente a las presiones no borra la señal de abandono. La defensa del patrimonio no puede depender del escándalo mediático, sino de una política de Estado clara, transversal y sostenida.
El Perú necesita más que declaraciones simbólicas. Necesita una autoridad cultural con carácter, un gobierno con prioridades claras y una ciudadanía vigilante que no permita que la cultura milenaria termine enterrada bajo toneladas de tierra removida por explosivos.