Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
En el Perú hay lugares que conservan la memoria histórica, y otros que la sepultan bajo contratos rotos, promesas vacías y paredes carcomidas por la burocracia. El Museo de la Inquisición, ese recinto cargado de historia virreinal, inquisiciones y réplicas de cepos, ahora funciona como una alegoría perfecta del poder legislativo: estancado, desordenado y peligrosamente expuesto. Con casi cinco millones de soles ya invertidos, una promesa de restauración detenida desde febrero de 2025 y un 34 % de avance, el Congreso ha logrado lo impensable: condenar a su propio museo al abandono, sin juicio, sin culpables, sin memoria.
La historia comienza, como muchas otras tragedias peruanas, con un anuncio rimbombante y millones de soles en juego. Corría el año 2022 y la gestión de José Williams en el Congreso impulsaba con entusiasmo una obra que, según decían, devolvería al pueblo un espacio emblemático del Centro Histórico: el Museo del Congreso y de la Inquisición. ¿El presupuesto? Trece millones de soles. ¿El resultado a la fecha? Un cascarón polvoriento, cercado, a medio hacer, sin obreros, sin fecha de reapertura, pero con muchas actas, adendas y gastos documentados. ¡Al menos la burocracia está restaurada!
Los responsables de este despropósito afirman que el descubrimiento de criptas coloniales, pisos antiguos y muros históricos alteraron el plan original. ¿En serio? ¿Esperaban encontrar un Starbucks en un edificio del siglo XVII? Según los especialistas, estos hallazgos eran previsibles (en mayúscula y con resaltador fluorescente). Pero claro, si hacer un expediente técnico decente ya parece un acto revolucionario, prever restos coloniales en el Centro Histórico de Lima debe ser cosa de brujos.
La empresa contratista Qhapaq Ñan S.A.C. se retiró con el contrato resuelto en abril de 2025. Y, con ella, se evaporaron las esperanzas de ver alguna vez un museo funcional. La arquitecta María Córdova alerta que ahora existen riesgos estructurales y patrimoniales irreversibles. Una joya arquitectónica convertida en ruina por una gestión que ni siquiera logra articular un discurso coherente sobre el estado del proyecto. ¿Resultado? Otro museo cerrado, otra historia maltratada, otro ejemplo más de cómo el Congreso no solo legisla mal, sino que hasta destruye el pasado.
Lo más indignante, sin embargo, no es la parálisis de la obra, sino la parálisis moral. Los congresistas entrevistados sobre el tema ofrecieron un espectáculo digno de tragicomedia nacional. Martha Moyano, de Fuerza Popular, no tenía idea de qué museo le preguntaban. Alejandro Muñante se limitó a lamentar el hecho como quien lamenta el alza del pan. Y José Williams, impulsor del proyecto, aseguró que no es su culpa porque “otros vinieron después”. En el Perú, al parecer, uno gobierna solo cuando la cosa funciona; si se cae, fue el siguiente.
Las imágenes difundidas por Cuarto Poder lo dicen todo: techos caídos, columnas cubiertas de polvo, estructuras incompletas, objetos históricos expuestos a la intemperie. Es el nuevo “parque temático” del Congreso: una mezcla de ruina virreinal y descuido republicano. Eso sí, sin visitas escolares, sin turistas, sin cultura, sin nada.
El Museo de la Inquisición se convirtió en el espejo roto del Congreso. Un espacio diseñado para reflexionar sobre el abuso del poder, hoy abandonado por los mismos que deberían rendir cuentas ante él. Casi cinco millones de soles invertidos para que el lugar parezca víctima de un terremoto institucional. El legado republicano convertido en un basural patrimonial. Y lo más triste: ni una sola renuncia, ni una sola disculpa, ni una señal de vergüenza.
Reflexión final
Tal vez, sin querer, los congresistas lograron lo que ningún curador de museo había soñado: convertir al Museo de la Inquisición en una pieza viviente de la decadencia peruana. Ya no se necesita explicar con paneles ni guías cómo se ejercía el poder inquisitorial. Basta con señalar el Congreso al lado y mostrar cómo se administra hoy el poder sin rendir cuentas, sin ética y sin memoria. Lo más probable es que este museo no se reabra pronto, pero no importa: con cada sol perdido, con cada ladrillo sin colocar, ya nos están contando otra historia. Una que duele más que el potro o el garrote: la de un país que tortura su historia con indiferencia y corrupción.