Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
La Amazonía peruana está en emergencia. Aunque no lo parezca. Aunque ningún ministro haya salido a dar la cara. Aunque en Lima se siga discutiendo si el almuerzo del Congreso debe costar más de 80 soles o si ya es hora de cambiar al premier número 24 en cuatro años. Mientras tanto, allá —donde empieza el país y termina el olvido— 274 comunidades indígenas resisten una invasión silenciosa, pero brutal. No de un ejército extranjero, sino de una estructura mucho más eficiente y mejor armada: el narcotráfico.
Y no, el Estado peruano no está ausente. Está presente, sí… pero del lado equivocado.
Un informe demoledor publicado por AIDESEP, ORAU, el Instituto del Bien Común y Amazon Watch, con firma de Ricardo Soberón, lo confirma con mapas, cifras y cadáveres: más de 92 mil hectáreas de coca en 2023, al menos 500 pistas clandestinas activas, 27 defensores indígenas asesinados desde 2020 y un Estado que, con pasmosa eficacia, titula individualmente tierras colectivas y criminaliza a quienes se atreven a alzar la voz.
¿Acaso no lo entienden? Es más sencillo de lo que parece. El Estado ha encontrado la forma más rápida de resolver el conflicto amazónico: abandonarlo. Dejar que el crimen organizado imponga sus normas, sus rutas, sus pistas de aterrizaje. Enviar operativos de erradicación sin consulta, desplazar a comunidades enteras, y luego lavarse las manos con discursos sobre “soberanía” y “desarrollo alternativo”. Lo único alternativo aquí es la realidad.
Porque en este país, los pueblos originarios no son considerados aliados, sino sospechosos. Lo dijo Soberón con claridad quirúrgica: “El Estado considera a las comunidades como sospechosas, no como víctimas ni defensoras”. Una lógica impecable: si defiendes tu territorio de la mafia, eres peligroso. Si lo entregas sin chistar, eres un ciudadano modelo. Un modelo para el olvido.
Y mientras el narco avanza con helicópteros, botes, mototaxis, avionetas y hasta drones, el Ministerio del Interior se dedica a recitar estadísticas, el de Defensa a enviar comunicados, y el de Ambiente… bueno, ese sigue de vacaciones desde hace varias gestiones. DEVIDA, la institución que debería liderar la estrategia antidrogas, fue más eficaz parcelando tierras comunales que protegiéndolas. Una verdadera hazaña burocrática.
Lo que vemos hoy no es casualidad. Es el resultado de años de una política diseñada para fracasar: erradicación sin consulta, criminalización sin pruebas, desarrollo sin inversión, seguridad sin presencia. El resultado es obvio: una Amazonía completamente expuesta, donde las comunidades indígenas libran una guerra que no declararon y que enfrentan solas.
Y para colmo, cuando los líderes indígenas denuncian pistas clandestinas, aviones sospechosos o presencia de grupos armados, el Estado los escucha con una parsimonia que solo podría compararse con la velocidad del internet en zonas rurales: intermitente, lento y plagado de errores de conexión.
Mientras el Congreso aprueba leyes para blindarse, mientras los ministerios discuten si hay que seguir ignorando a los pueblos amazónicos o empezar a hacerlo con más sutileza, el narco gana territorio real, no simbólico. Cada hectárea que se abandona, cada comunidad que se fragmenta, cada defensor que cae, es una derrota para todos. Pero claro, como no pasa en Miraflores ni en San Isidro, parece que no cuenta.
Esta no es solo una tragedia ambiental o indígena. Es una traición estructural. El Perú no está perdiendo solo bosque ni territorio. Está perdiendo algo más profundo: su dignidad.
Y como en toda historia que se repite, sabemos lo que viene. Solo falta saber a quiénes más estamos dispuestos a sacrificar en nombre de esa indiferencia con cargo a futuro. Porque lo único que sigue creciendo en la Amazonía —además del cultivo de coca— es el silencio institucional.
Y en ese silencio, el narco no solo avanza. Gobierna.