Un solo restaurante peruano entre los cien mejores del planeta

Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra

El mundo se sienta a la mesa cada año para elegir a los mejores restaurantes del planeta, y este 2025, Perú apenas logró mantener un lugar entre los cien elegidos. Mil, el restaurante ubicado en el Valle Sagrado de Cusco, figura en el puesto 75 del ranking publicado por The World’s 50 Best Restaurants, un reconocimiento que, aunque valioso, resalta un trasfondo que no debe ignorarse: la desconexión creciente entre el potencial gastronómico peruano y su proyección internacional.

La noticia podría celebrarse sin mayor análisis: Perú vuelve a figurar en un ranking global. Pero la presencia de un solo restaurante nacional —y en el tramo del 51 al 100, no entre los 50 mejores— obliga a mirar más allá del titular. ¿Cómo pasó Perú, alguna vez joya gastronómica de América Latina, a tener una participación casi testimonial en un listado que solía dominar con Central, Maido o Kjolle?

Mil, fundado por Virgilio Martínez y Pía León, no es un restaurante convencional. No tiene carta. No repite platos. No está en una capital ni se alimenta de turistas casuales. Está a 3.600 metros de altura, junto a las terrazas de Moray, y cada plato es el resultado de un proceso que combina investigación, respeto por la tierra y colaboración con comunidades originarias. Es un centro de conocimiento, un laboratorio vivo, un puente entre la cocina y la memoria. Pero su solitaria aparición en el ranking revela una paradoja: mientras Perú vende al mundo la imagen de capital gastronómica, solo uno de sus restaurantes resiste en la lista más influyente del rubro.

La ceremonia oficial de los 50 Best se celebrará este año en Turín, Italia, en el corazón del Piamonte, región de trufas, vinos y tradición culinaria. Allí se darán cita chefs, medios, productores y celebridades del paladar. Perú, por su parte, estará representado por un solo bastión en el puesto 75, superado ampliamente por países como México, Brasil, Japón, Alemania o Sudáfrica. Incluso Ecuador, con Nuema en el puesto 61, muestra una presencia emergente más sólida.

¿Qué pasó con la proyección internacional de nuestra gastronomía? ¿Dónde están los nuevos nombres? ¿Por qué el ecosistema culinario peruano, tan rico en insumos, historias y talento, no logra mantener presencia global sostenida?

Luis Valderrama, actual chef de Mil, da una clave: “Aquí aprendimos a escuchar lo que dice el entorno. No se trata de imponer, sino de interpretar”. Y ese enfoque, valiente y profundo, es justo lo que falta a nivel institucional. Mientras Mil escucha la tierra, las políticas culturales del país parecen tener tapones en los oídos. No hay una estrategia nacional para promover la cocina como patrimonio vivo, como industria creativa, como motor de desarrollo sostenible. No se protege ni se impulsa con claridad la cadena que va del agricultor al plato.

Peor aún, no hay un relevo generacional organizado. Las escuelas gastronómicas proliferan, sí, pero muchas están desconectadas de la innovación, la investigación y el vínculo con las raíces. Se enseña a reproducir técnicas, no a explorar identidades. En este contexto, la caída en rankings no es un castigo, sino un síntoma.


Mil es más que un restaurante. Es una trinchera en medio de la indiferencia institucional. Su inclusión en la lista mundial no es solo un logro individual, sino una advertencia colectiva. Es el grito sutil de un país que aún puede cocinar su destino, pero que corre el riesgo de servirse frío.

No basta con repetir que “la gastronomía peruana es una de las mejores del mundo”. Los rankings internacionales no son fines en sí mismos, pero sí termómetros. Y si el termómetro marca fiebre baja, ignorarlo sería un acto de soberbia… o de abandono.

Reflexión final
Perú no perdió su sabor. Lo que perdió fue el proyecto. Mientras Mil cosecha reconocimiento por su conexión con la tierra y las comunidades, gran parte del país olvida que la cocina no solo alimenta, sino que narra, enseña, defiende. La alta cocina peruana no puede ser un fenómeno aislado. Necesita política pública, inversión cultural, estrategias de internacionalización y, sobre todo, memoria. Porque si el mundo deja de escucharnos en la mesa, tal vez no sea por falta de voz, sino por falta de discurso.

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