New York Times: Perú vive una “epidemia de extorsiones”

Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra

El New York Times lo dijo sin rodeos: el Perú vive una epidemia de extorsiones. No es ficción. No es exageración. Es el retrato quirúrgico de un país donde las balas mandan, las bandas gobiernan, y el Estado… bueno, el Estado mira. A veces desde el balcón de Palacio, a veces desde el Twitter de algún ministerio, y casi siempre desde el limbo de la inoperancia.

Las cifras son más contundentes que cualquier discurso presidencial: de unos cuantos cientos de denuncias por extorsión en 2017, pasamos a más de 2,000 al mes en 2024. Sí, dos mil al mes. Una fábrica de terror que funciona con puntualidad suiza en un país donde los hospitales colapsan, las escuelas se caen a pedazos y los fiscales deben investigar con linternas. Pero eso sí: las bandas criminales jamás fallan una entrega.

Desde ferreterías hasta refugios de animales, nadie se salva. ¿Tienes un negocio con caja chica? ¡Felicidades! Eres un objetivo. ¿Te niegas a pagar? Ya sabes lo que sigue: una bomba, un incendio, una bala. Y si no sabías, no te preocupes: te lo explican por WhatsApp, con ortografía creativa pero con amenazas clarísimas.

El diario estadounidense pinta la escena con nombres y rostros: Jorge Tejada, reciclador de Lima Sur, vio arder su patio tras negarse a pagar 530 dólares mensuales. Paul Flores, cantante, asesinado durante una gira. Christian Yaipén, amenazado. Fiscalías atacadas con explosivos. Trece mineros ejecutados. Todo mientras el país sigue debatiendo si el problema es la migración o el karma colectivo.

Y entonces aparecen los funcionarios. Algunos buscan culpables debajo de la alfombra —por ejemplo, en la nacionalidad de los criminales, aunque el propio New York Times aclara que no hay evidencia de que los migrantes cometan más delitos que los peruanos—. Otros, simplemente reparten estados de emergencia como si fueran estampitas milagrosas: sin estrategia, sin resultados, sin vergüenza.

¿Y la Policía? Hagamos un ejercicio de aritmética inversa: en San Juan de Lurigancho, 600 agentes para más de 1,2 millones de habitantes. Eso da un policía por cada 2,000 ciudadanos. O, más crudamente, un policía para cada calle… si la calle es corta y sin bajada. Pero claro, el mismo Congreso que bloquea reformas anticorrupción exige «mano dura» desde sus curules con aire acondicionado.

Lo más inquietante no es solo la violencia, sino su institucionalización. Como lo explica el politólogo Eduardo Moncada, las bandas ya no solo cobran cupos: controlan territorios. Son autoridad, proveedor y castigo. “Gracias a esta relación extractiva, la mayoría de la población los conoce, y eso les otorga mucha autoridad”, dice. ¿Y el Estado? En modo ausente. O peor: en modo cómplice por omisión.

Lo que vivimos no es inseguridad. Es rendición. El Perú no está enfrentando una ola de crimen. Está ahogándose en ella. Con cada extorsión que se paga, con cada ataque que queda impune, con cada denuncia que duerme en un archivo, se fortalece un sistema paralelo donde quien gobierna es quien tiene más explosivos, no más votos.

Reflexión final
El New York Times nos ha hecho el favor que ningún vocero del gobierno se atreve a hacer: llamarnos la atención. Nos ha dicho, desde fuera, que estamos en la cuerda floja. No solo por las extorsiones, sino por el silencio. Porque cuando un país se acostumbra a vivir con miedo y se resigna a pagar por seguir respirando, ya no solo ha perdido la batalla contra el crimen. Ha perdido el alma. Y si eso no nos indigna, entonces quizás merezcamos el Estado que tenemos.

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