Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
Perú, 2025. No estamos en guerra, al menos no oficialmente. Pero 963 peruanos han sido asesinados en apenas cinco meses y medio. Y el número crece cada día, como si tuviéramos una fábrica de cadáveres en producción continua. Mientras tanto, desde Palacio hasta el último despacho ministerial, reina el silencio, la torpeza o, peor aún, la costumbre. Porque en este país ya no se gobierna: se gestiona el espanto con indiferencia.
Seis homicidios por día. Seis vidas apagadas a diario. ¿Y qué hace el Estado? Emite comunicados tibios, declara zonas en emergencia (cuando ya es demasiado tarde) y convoca conferencias con títulos rimbombantes y contenido hueco. Todo mientras el crimen organizado sigue ampliando su cobertura nacional como si fuera una operadora de telefonía móvil: ahora llega a más rincones, con mayor eficiencia y con menos competencia del aparato estatal.
Lima, Callao y La Libertad ya no compiten por índices de desarrollo, sino por el ranking de muerte. La capital ha dejado de ser un centro político o económico: ahora es una pasarela del terror donde la gente aprende a correr en zigzag por si las balas llegan sin aviso. Y Callao, convertido en una zona franca para el sicariato, ya no necesita mapa: basta seguir el sonido de los disparos.
¿Y los responsables? Bien, gracias. Algunos firmando convenios para comprar aviones y tanques, como si estuviéramos preparándonos para una invasión interestelar. Otros, dándose tiempo para posar ante cámaras en foros internacionales donde hablan de “gobernabilidad” mientras sus distritos se hunden en la criminalidad más brutal. Porque al parecer, las balas que matan peruanos no son tan urgentes como las que dañan reputaciones.
El dato que debería encender todas las alarmas es este: hay más muertes clasificadas como “causa ignorada” (974) que homicidios confirmados (963). Es decir, tenemos casi mil personas que murieron violentamente, pero el sistema no se ha dado el trabajo —o no ha tenido la capacidad— de saber cómo, ni por qué. A eso se le llama colapso. No del sistema forense. No del Ministerio del Interior. Del país.
Y si aún queda espacio para el espanto, basta mirar cómo se han normalizado los atentados, las extorsiones y los asesinatos a plena luz del día. El Perú ha dejado de ser un Estado de derecho y se ha convertido en un Estado de rehenes. Todos somos blanco potencial: desde empresarios hasta recicladores, desde taxistas hasta enfermeras, desde ferreterías hasta comedores populares. Aquí la bala no discrimina. Pero el Estado sí: discrimina a favor del abandono.
963 asesinatos no son solo cifras. Son señales de alarma, gritos silenciados, familias destrozadas y un Estado cómplice por omisión. Cada muerto es una denuncia, cada disparo una prueba de que estamos solos. La violencia no avanza: ya llegó. Se instaló. Se institucionalizó. Y mientras eso ocurre, los líderes del país juegan al “no me doy cuenta”.
Reflexión final
Esta no es una crisis de seguridad. Es una catástrofe moral. Un país donde matar se ha vuelto más fácil que conseguir una cita médica, donde denunciar una extorsión puede costarte la vida, y donde gobernar se ha reducido a improvisar comunicados. El Perú está encendiendo todas las luces rojas. Pero sus autoridades siguen dormidas, en piloto automático, en modo avión. Y el problema es que nosotros seguimos a bordo. Sin paracaídas.