Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
Lo hemos logrado, compatriotas. El Perú vuelve a estar en el mapa… pero no por Machu Picchu, ni por el ceviche, ni por el premio al mejor restaurante del mundo. No. Esta vez aparecemos con honores en la lista de advertencias de viaje de Canadá, junto a joyas del turismo como Sinaloa, Kingston y las selvas del narcotráfico. Según Ottawa, visitar el Perú exige “alto grado de precaución”. ¿Y cómo no? Aquí el tour incluye paros, bloqueos, asaltos, extorsiones y, si se pone emocionante, hasta ceremonias chamánicas con ayahuasca que pueden terminar en el más allá.
La alerta canadiense, actualizada en junio, es tan explícita como vergonzosa. Advierte sobre delitos violentos, secuestros exprés, estafas con tarjetas, robos armados y una creciente inseguridad nocturna en ciudades principales. En otras palabras, recomiendan no salir sin linterna, tres candados, una estampita y un plan de escape. Todo eso en el mismo país que, en sus slogans, promete ser la “tierra de todas las sangres”… y, al parecer, también de todos los crímenes.
Pero no todo es Lima. Canadá tiene claro que el terror también se descentraliza. Sugiere evitar zonas como el VRAEM, donde el Estado hace años que dejó de ser invitado, y otras regiones como Huánuco, Ucayali, Junín, Apurímac y Ayacucho, donde el turismo de aventura puede incluir, sin previo aviso, un retén armado, una protesta en llamas o un cruce inesperado con minas terrestres. No se preocupe: el riesgo está incluido en el paquete.
Eso sí, si va a viajar, tenga su DNI o pasaporte siempre a la mano. No por si se pierde o lo asaltan, sino porque en varios distritos de Lima y Callao seguimos en estado de emergencia. En San Juan de Lurigancho, Comas, Villa El Salvador, San Martín de Porres y Villa María del Triunfo, hay controles, restricciones y un clima tan tenso que los turistas piensan que están filmando un documental sobre sociedades post-apocalípticas.
Y no faltan los bonus turísticos: buggies mortales en Ica, ahogamientos en rafting por el Urubamba, y sesiones de ayahuasca que prometen visiones… o visitas permanentes al más allá. Todo esto, por supuesto, bajo la atenta mirada de un Estado que sigue muy ocupado discutiendo si la delincuencia es culpa de los migrantes o del calentamiento global.
Mientras tanto, la reacción oficial suele ser la misma: negar, minimizar o recordar que “otros países también tienen inseguridad”. Porque claro, si en Roma roban carteras, ¿qué importa que en Lima estallen granadas en fiscalías? Comparaciones útiles solo cuando sirven para esconder el desastre propio.
Canadá no está difamando al Perú. Solo está contando lo que aquí ya nadie quiere escuchar: que el país ha dejado de ser un destino turístico y ha pasado a ser un territorio de riesgo. Que las maravillas naturales, los legados culturales y la calidez de la gente están atrapados entre el desgobierno, el crimen organizado y una institucionalidad que apenas respira. Que las advertencias ya no vienen solo de la prensa local ni de los informes policiales, sino del extranjero, con letras claras y sin rodeos.
Reflexión final
Hoy el mundo no nos mira con admiración, sino con advertencias. No por prejuicio, sino por evidencia. El Perú, ese país de culturas milenarias y paisajes de ensueño, ha sido devorado por su propia negligencia. Mientras se debate si un turista necesita seguro para escalar una montaña, nadie discute que los peruanos vivimos sin ningún tipo de garantía ni protección. Porque aquí, los únicos que viajan sin miedo… son las balas.