El Congreso finge indignación mientras firma obediencia

Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra

El Congreso de la República lo ha vuelto a hacer. En una pirueta política digna de Las Vegas, 62 congresistas dieron el voto de confianza al gabinete de Eduardo Arana, mientras muchos de ellos —en el mismo debate— se desgañitaron criticándolo. Micrófono encendido, discurso opositor. Cámara apagada, voto afirmativo. Un espectáculo que no decepciona… si se mide en cinismo. La confianza otorgada a ministros cuestionados, con interpelaciones en curso, demuestra que la palabra “coherencia” hace tiempo fue borrada del diccionario parlamentario. Y aún hay quien se pregunta por qué la ciudadanía detesta tanto a su Congreso.

La sesión del 12 de junio comenzó tibia: asistencia baja, caras largas. Pero bastó que prendieran las cámaras y abrieran los micrófonos para que los discursos se inflaran como globos de feria. Varios parlamentarios arremetieron contra Dina Boluarte, contra el Ejecutivo, contra los ministros, contra todo… menos contra el sentido común. Porque después de todo ese show, tras la indignación actuada y las pausas para aplausos, la mayoría votó a favor del gabinete. Es decir, votaron por lo que acababan de destruir verbalmente. Es decir, nos tomaron por tontos. Una vez más.

El gabinete Arana llega con dos ministros bajo interpelación, un clima nacional enrarecido por el crimen organizado, y una presidenta cuya popularidad solo compite con la del dengue. Y aun así, se le entrega el voto de confianza como si nada. Como si el país estuviera en Suiza y no bajo amenaza de bandas armadas, corrupción institucionalizada y una minería ilegal que ya parece ministerio paralelo.

Lo más irónico es que el premier Arana habló de recuperar la autoridad del Estado frente a las mafias. Y lo hizo desde un Congreso que —según todas las encuestas y sentidos comunes— es visto como parte del problema, no de la solución. Se prometió mano dura contra extorsiones, cárceles de máxima seguridad estilo Bukele, hasta una ley de “terrorismo urbano”. Pero, ¿quién legisla eso?. Los mismos que blindan, contratan asesores por confianza, y se contradicen a cada discurso.

En materia económica, el premier vendió optimismo: crecimiento del 4%, recuperación pos-recesión, confianza internacional. Pero afuera, la informalidad es ley, el empleo digno escasea y los mercados populares no conocen ni la palabra “PBI”. Se habló de elecciones limpias en 2026 mientras, en paralelo, varios congresistas parecen ya estar en campaña, usando sus intervenciones para autopromoción en lugar de fiscalización. El cinismo ya no es una actitud: es una metodología.

El Congreso actual se supera a sí mismo. No por productividad, ni por reformas, ni por fiscalización ejemplar. Se supera en contradicciones, en hipocresía, en el arte de decir una cosa frente al país y hacer otra cuando nadie mira. Este último voto de confianza es prueba de que muchos parlamentarios no representan a sus electores, sino a su conveniencia. Porque lo que vimos no fue un debate: fue una puesta en escena.

Y lo más grave es que se normaliza. Que se acepta. Que no pasa nada. Un Congreso que critica al Ejecutivo mientras lo respalda; que cuestiona a ministros mientras los mantiene; que jura defender la democracia mientras sueña con su reelección. Y mientras tanto, el país arde entre balaceras, pobreza y abandono institucional.

Reflexión final
Si algo deberían hacer los votantes de cara al 2026, es tomar nota. Apuntar nombres. Recordar discursos. Comparar lo que dijeron con lo que votaron. Porque la política no cambia si la memoria se borra. Este voto de confianza no solo legitimó a un gabinete cuestionado, sino que desnudó (otra vez) a un Congreso que prefiere hablarle al teleprompter antes que al pueblo.

En resumen: bienvenidos a la democracia del doble discurso. Donde el Congreso finge indignación mientras firma obediencia. Donde el Perú es un país en emergencia, pero sus representantes actúan como si estuviéramos en una telenovela electoral. Y como toda telenovela… el final, ya lo conocemos.

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