Mientras el país se hunde entre la inseguridad, la corrupción y el desgobierno, el premier Gustavo Adrianzén decide jugar a ser valiente: lanza una amenaza (pero nada inocente) al Congreso con el clásico comodín del autoritarismo: la disolución parlamentaria. Todo esto mientras la presidenta Dina Boluarte, cual estatua de mármol, guarda un silencio que dice más que mil discursos: ni aprueba ni desmiente, ni lidera ni enfrenta. Simplemente… observa. ¿Será que le gustó la idea?.
La advertencia de Adrianzén es el reflejo de un gobierno sin agenda, sin respaldo, sin norte. Y ahora, también sin vergüenza. Porque apelar al cierre del Congreso —con 3% de aprobación presidencial y cuatro mociones de censura en la mochila del Premier— no es estrategia, es pánico mal disimulado.
En conferencia de prensa, el decorativo Premier decide dejar su papel de florero parlante y sacar pecho como si su gestión no fuera un chiste de mal gusto. Ante la inminente censura, lanza su “análisis constitucional”: si lo sacan, y al próximo Premier no le dan confianza, Boluarte podría disolver el Congreso. ¿Y qué dijo Dina?. Nada. Cero. Mutismo absoluto. Como si la democracia fuera asunto de pasantes.
La amenaza suena más a chantaje que a advertencia legal. Adrianzén —que hace apenas unas semanas no sabía si se quedaba o se iba— ahora se convierte en el intérprete oficial de los deseos de Boluarte. ¿Quién necesita una presidenta cuando tienes un Premier dispuesto a hacer de vocero, ariete y pararrayos a la vez?.
Y como si fuera poco, justifica su posible caída con la excusa de la “inestabilidad política” provocada por censuras anteriores. Lo dice sin ironía. Como si mantener a ministros ineficaces fuera un acto de responsabilidad institucional. Como si su gestión no estuviera marcada por el letargo, las excusas y la total ausencia de decisiones coherentes.
La cereza del pastel: afirma que no se aferra al cargo, pero al mismo tiempo sostiene que su caída podría desatar el caos institucional. ¿En qué quedamos?. ¿Es prescindible o imprescindible?. Porque para la opinión pública, hace rato es invisible.
Mientras tanto, Dina Boluarte se mantiene en su zona de confort: el silencio. Ni una sola palabra sobre la amenaza. Ni una aclaración, ni un desmarque. Nada. ¿Acaso ya está de acuerdo con el cierre?. ¿O simplemente no tiene idea de lo que pasa en su gobierno?. Cualquiera de las dos respuestas es igual de alarmante.
La amenaza de Adrianzén y el silencio de Boluarte componen una escena tragicómica: el Premier lanza ultimátums y la presidenta asiente con la mirada perdida. Así se gobierna hoy el Perú: con advertencias veladas y una jefa de Estado que no da la cara ni para respaldar ni para desmentir.
No se puede hablar de estabilidad cuando el mayor acto de firmeza del gobierno es contemplar la disolución del Congreso como única salida. Y no se puede hablar de liderazgo cuando la presidenta desaparece cada vez que hay que tomar posición.
El país no merece este espectáculo de evasión y amenazas. Si el Ejecutivo no puede gobernar sin recurrir al miedo, entonces que no gobierne. Porque lo que está en juego no es una pugna entre poderes, es el último hilo de confianza ciudadana en una clase política que solo sabe reaccionar cuando ve peligrar su silla.
Si Adrianzén quiere cerrar algo, que empiece por cerrar su discurso de amenazas. Y si Boluarte quiere seguir en silencio, que se prepare para el ruido de la ciudadanía que sí tiene algo que decir.