Por Edwin Gamboa, fundador Caja Negra
La Comisión de Fiscalización del Congreso detecta presuntos delitos en la gestión de Dina Boluarte. El silencio del Ejecutivo frente al informe revela una preocupante ausencia de responsabilidad política.
Perú atraviesa una etapa crítica de su historia institucional. Mientras la inseguridad, el crimen organizado y la crisis ambiental golpean al país, una nueva investigación parlamentaria vuelve a poner en entredicho la conducta de la máxima autoridad del Ejecutivo. El caso del “cofre presidencial” no se trata solo de un uso indebido de un vehículo oficial: se trata de los indicios de una manera de ejercer el poder marcada por el secretismo, la opacidad y la falta de rendición de cuentas. Lo que podría ser anecdótico —un viaje no justificado a la playa— se convierte, en palabras del Congreso, en un posible encubrimiento de delitos que involucran a los más altos niveles del Gobierno.
La falta de explicaciones claras y de transparencia por parte del Ejecutivo ante las conclusiones de la Comisión de Fiscalización agrava el deterioro de la confianza ciudadana en las instituciones democráticas. Los indicios de delitos como peculado de uso, abuso de autoridad, omisión de deberes y encubrimiento personal no pueden despacharse con el silencio ni con tecnicismos legales. Lo que está en juego es la ética del poder y el principio de legalidad que debería regir a quien conduce el Estado.
Cuatro delitos que no deben ignorarse
El informe aprobado por la Comisión de Fiscalización, con base en más de dos mil folios, no es menor: señala que la presidenta Dina Boluarte habría incurrido en cuatro presuntos delitos vinculados al uso indebido del vehículo presidencial para fines privados, con participación de personal policial y respaldo administrativo irregular. La gravedad no está solo en la acción, sino en la posterior reacción institucional para protegerla: información declarada reservada, efectivos que no pueden declarar, documentos ocultos y una cadena de obstrucción que va desde secretarías hasta mandos policiales.
Transparencia en retroceso
La resolución que declaró como “reservada” la información del caso fue emitida por la Secretaría General de la Presidencia, una atribución que legalmente no le correspondía. Este acto, según el informe parlamentario, podría configurar abuso de autoridad. Lo preocupante es que no se trata de un hecho aislado. La opacidad se ha instalado como política cotidiana, dificultando el control político y alejando a la ciudadanía del derecho a conocer lo que ocurre en su gobierno.
Fiscalización debilitada por intereses
El informe también evidencia que existen bancadas parlamentarias que se han negado a respaldar la investigación, en lo que podría interpretarse como un intento de blindaje político. Esta resistencia debilita las funciones de control del Congreso y deja la sensación de que la rendición de cuentas depende del cálculo político y no del interés público. Cuando las bancadas priorizan sus vínculos con el poder antes que el deber constitucional, el equilibrio democrático se rompe.
Silencio en el Ejecutivo, ruido en la calle
Frente a estos hallazgos, la presidenta no ha emitido una respuesta directa ni ha aclarado públicamente su posición. El premier Eduardo Arana ha defendido el viaje presidencial a Francia, pero ha evitado pronunciarse sobre el fondo del caso Cofre. Esta falta de reacción institucional no solo desconcierta; también erosiona la legitimidad del Ejecutivo, que parece más interesado en cuidar la forma internacional que en afrontar sus responsabilidades domésticas.
Una historia que se repite
El caso actual recuerda episodios recientes en los que otros jefes de Estado incurrieron en prácticas que, aunque inicialmente negadas, terminaron por desencadenar crisis políticas, vacancias y procesos judiciales. La repetición del patrón —uso indebido del poder, falta de transparencia y escaso sentido de lo público— no es una coincidencia, sino un reflejo del deterioro del ejercicio presidencial en el país.
Se dirá que el Congreso no tiene imparcialidad, que la motivación es política, que el informe no tiene carácter vinculante. Todo ello puede debatirse. Pero lo que no puede omitirse es el contenido de fondo: hay hechos documentados, responsabilidades funcionales comprometidas y una jefa de Estado que aún no ha dado la cara frente a la denuncia.
Cuando la máxima autoridad del país es investigada por posibles delitos, la democracia exige respuestas claras, inmediatas y verificables. La presidencia no puede ser refugio de impunidad ni escudo de privilegios. El caso Cofre, más allá del símbolo, revela un modo de ejercer el poder que necesita ser enfrentado con rigor institucional. De lo contrario, seguiremos validando una cultura política donde todo se relativiza, incluso la ley.
El Ministerio Público debe actuar con autonomía y celeridad. El Congreso debe asumir con responsabilidad el rol fiscalizador sin cálculos partidarios. Y la presidenta de la República, si cree en su inocencia, debe hablar al país con documentos, no con silencios. Porque la ética en el poder no es optativa: es el corazón de toda democracia que quiere ser digna.