Por Edwin Gamboa, fundador de La Caja Negra
El Perú ya no es un Estado: es un rehén encadenado al silencio, la improvisación y la complicidad. No lo gobierna un Ejecutivo, sino una colección de evasivas. No lo representa un Congreso, sino una cofradía de impunidad atrincherada en privilegios. Mientras los ciudadanos rezan para no morir por una bala perdida, caer en manos de extorsionadores o cruzarse con un sicario adolescente, la presidenta Dina Boluarte parece más enfocada en resistir políticamente que en gobernar. Aquí no hay liderazgo. Solo administración de la catástrofe.
La delincuencia ya no es una amenaza: es un régimen paralelo, estructurado, territorializado y armado. En 2024, el INEI registró más de 3,600 homicidios —un aumento del 30 % en comparación con el año anterior—, mientras que las denuncias por extorsión superaron las 50,000. ¿Respuesta del Gobierno? Declaraciones vagas, frases de motivación hueca y ruedas de prensa sin contenido. Mientras el crimen acelera, el Estado bosteza.
InSight Crime ha colocado al Perú como uno de los países más inseguros de América Latina. Trujillo, Callao, Pataz y buena parte de Lima son hoy zonas de guerra no declarada. Pero la presidenta prefiere hablar de “pastores mentirosos” o comparar su gestión con un partido de fútbol. La única estrategia visible es resistir hasta 2026, con un gabinete reciclado, ministros interpelados y un entorno político blindado hasta los dientes. Lo demás, que lo resuelva la fe.
En paralelo, la institucionalidad policial se desmorona. El Ministerio del Interior cambia de titular como quien cambia de escolta. La Policía Nacional —valiente pero debilitada— combate a oscuras, sin recursos, sin respaldo político y enfrentando también la corrupción interna. El crimen organizado ha tomado las calles, pero también ha infiltrado estructuras del Estado: municipalidades, fiscalías, juzgados. Y mientras tanto, el Ejecutivo guarda silencio. O peor: improvisa.
El Congreso, como siempre, cumple su rol: protegerse. El caso Rolex, un símbolo reluciente de la podredumbre institucional, fue archivado con precisión quirúrgica. La Fiscalía pide reconsideración por vicios procesales, pero el Legislativo ya pasó la página: están en otra, en alianzas, en campañas, en reelecciones. El país puede incendiarse, mientras sus representantes legislan para garantizar su permanencia.
¿Y el ciudadano? Abandonado. Sin seguridad, sin justicia, sin futuro. En Pataz, obreros son asesinados por mafias mineras. En Trujillo, comerciantes pagan cupos a plena luz del día. En Lima, niños reciben balas en vez de vacunas. Y en el VRAEM, el narco sigue teniendo la última palabra. En lugar de un Estado firme, tenemos un poder político quebrado, con autoridades que temen más al descontento social que a los fusiles del crimen.
Ecuador, con toda su crisis, ha pedido ayuda internacional. El Salvador, con Bukele, enfrentó a las pandillas con puño de hierro —y puños de polémica, sí— pero con decisiones. En Perú no hay ni decisión ni intención. Solo hay declaraciones. Aquí, los delincuentes tienen más plan que el Consejo de Ministros.
El Perú está tomado. No solo por bandas armadas, sino por estructuras de poder que han normalizado la indiferencia. Dina Boluarte no gobierna: sobrevive. El Congreso no legisla: se blinda. Y entre ambos, un país completo se ahoga. La violencia no se combate con rezos políticos ni con parálisis institucional. Se combate con decisión, con políticas reales, con justicia que no mire al costado.
Reflexión final
El Perú no necesita una nueva mesa de trabajo. Necesita un Estado. Necesita liderazgo. Necesita dignidad institucional. Hoy no se trata solo de recuperar el orden: se trata de recuperar la patria. Porque mientras el desgobierno simula, los delincuentes gobiernan. Y el reloj de la impunidad no solo sigue corriendo… ya marca la hora del colapso.